viernes, 6 de marzo de 2020

Destazando a García Márquez: Una lectura de Crónica de una muerte anunciada


Por Diego Cárdenas


“Abre un puerco y verás tu cuerpo”
-Proverbio español

Es ciertamente complejo escribir el enésimo análisis sobre la más famosa de las crónicas de García Márquez. Uno corre el riesgo de caer en el consabido lugar común, masticar aproximaciones discutidas hasta la saciedad, contradecir a los más tenaces estudiosos del nobel, o lo que es tal vez peor, estar de acuerdo con ellos. Cuando se escribe sobre una obra de este calibre, todo el mundo está al tanto del mortal desenlace de la empresa, excepto claro el ensayista. Así las cosas, me declaro incapaz de engordar un gramo más este lechón decembrino que es la crítica sobre Gabo.

¿Qué hacer entonces cuando el porcino está suficientemente rechoncho? Sencillo: hay que sacrificarlo. Propongo usar el oxidado cuchillo de la hermenéutica para escarbar entre las vísceras de la novela, no esperando encontrar nada distinto en el buche del animal, sino más bien intentando que el tratamiento del tema pueda otorgar a la lectura algún mínimo viso de novedad. Afilemos pues los puñales de descuartizar y vamos, como ya diría un cordial vecino de Whitechapel, por partes.




El Seso [que crea y recrea]

La idea de Crónica de una muerte anunciada surgió -y no podría ser de otra forma- a partir de un descarnado hecho real con el que el escritor tuvo contacto directo.  En el número 298 de la revista Cambio (1 de marzo de 1999) García Márquez dejaría testimonio escrito de lo que ya se sospechaba o se sabía de oídas: la víctima genuina era un entrañable amigo de infancia cuyo asesinato se perpetró en 1951. La historia, inicialmente escrita a manera de crudo y sencillo reportaje periodístico, coherente con las labores que el autor fungía para esas fechas en El Heraldo de Barranquilla, no vio la luz por al menos veintisiete años debido a que su madre le imploró que no la publicara por respeto a la familia del difunto.

Pero esta primera versión se decantaba por ser una novela policíaca, donde el misterio de la identidad del asesino y el destino final de la víctima se desvelaban apenas hacia el final. Tras la muerte de la mayoría de los implicados en el hecho original, el autor decidiría al fin retomar su novela con la leve variación de incluir un “ya lo mataron” al final del primer capítulo. Este cambio inicial alteraría por completo la disposición de la obra, obligándolo a reescribirla en una clave completamente distinta. ¿fue quizás un poco menos dispendioso “recomponer las astillas dispersas del espejo roto de la memoria” con la perspectiva que otorga la distancia? El escritor quiere creer que sí:

Comprendí, en fin, que yo mismo ya no era el mismo después de tantos años corridos por debajo de los puentes. ¿Hice bien? Estoy convencido de que sí. La primera versión, como ya estaba escrita, habría sido un desastre sin la química de la nostalgia y los desafueros de la poesía.

Los ojos [que reflejan y multiplican]

Un ocasional juego de espejos es empleado en algunos apartes de la novela. Sin mayor aclaración o protocolo se alude a personajes, sucesos o situaciones que están de alguna manera relacionadas con la más difundida obra del escritor: Cien Años de Soledad. Así, se nos informa de pasada que Petronio San Román, padre del vilipendiado Bayardo, posee un pasado militar durante el cual puso en fuga al coronel Aureliano Buendía y que incluso ordenó disparar por la espalda a Gerineldo Márquez, uno de los amores rechazados de Amaranta Buendía.

Del mismo modo, vemos como el padre de los Vicario y posteriormente su hijo Pablo, se dedicarían al oficio de la orfebrería. El primero por vocación y el segundo por distracción, tienen sin duda una resonancia a los pescaditos de oro de Aureliano y su interminable y estéril ciclo de moldear y derretir.

Se sugiere al lector, como en otras narrativas de García Márquez, la idea de un universo compartido, de un pasado de alguna forma común, de intersecciones entre textos y personajes que parecen entrar y salir a su antojo de una saga mamotrética que un solo libro es incapaz de contener.

El hocico [ que gruñe y calla]

El rumor y el pinchazo de la lengua, más afilados que los cuchillos de los hermanos Vicario, son sin duda temas recurrentes. Desde una acusación a todas luces infundada que le cuesta la vida a un hombre no tan inocente, pasando por la habladuría que se riega como pólvora entre las gentes del pueblo, hasta las mil y un versiones que se fabrican sobre los orígenes de Bayardo San Román, el escritor pone de manifiesto el poder de la palabra en un entorno donde todos saben de todos, donde la vida privada es un mito y en el que las ficciones caprichosas desdibujan la realidad.

Irónicamente, lo que equilibra este excesivo cotilleo es el silencio. Un silencio que se disemina en el peor momento posible y que impide que Santiago Nasar, de entre todos el más urgido de una advertencia, se pasee cándido hacia el cadalso. Esta dicotomía de ruido y mutismo es, a mi juicio, uno de los aspectos mejor logrados de la novela.

El corazón [ que ama y sufre]

El amor y sus contradicciones, lo solemne y lo apasionado, la conveniencia y la sinceridad, anidan todos entre las páginas de esta novela. De este modo, se explora la crianza de las mujeres en función exclusiva del matrimonio, individuos educados para tolerar, ceder e ignorar y, por tanto, perfectamente capacitados para lidiar con los diarios avatares de un hogar, como bien señalaba doña Purísima del Carmen:

Los hermanos fueron criados para ser hombres. Ellas habían sido educadas para casarse. Sabían bordar en bastidor, coser a máquina, tejer encaje de bolillo, lavar y planchar, hacer flores artificiales y dulces de fantasía, y redactar esquelas de compromiso (…) “Son perfectas”, le oía decir con frecuencia. “Cualquier hombre será feliz con ellas, porque han sido criadas para sufrir”

No hay lugar para el sentimiento genuino en medio de esta consagración absoluta a los esposos. La ausencia de enamoramiento o ya siquiera una mínima empatía, no supondría entonces ninguna barrera para la sagrada institución. Como limpiar o cocinar, “también el amor se aprende” señalaba su madre a Ángela cuando quiso cuestionar su matrimonio arreglado.

A Victoria Guzmán por su parte, le sería otorgado un breve periodo de gracia en el que, en medio de su ardor adolescente, sería seducida por Ibrahim Nasar, un hombre vedado para ella por razones de clase social. Al terminar el idilio, sería llevada a servir con amargura y resignación en la cocina de la casa de su otrora amante. Peor aún, su hija estaba destinada a compartir cama con el señorito de la casa, repitiendo un ciclo interminable de desamor.

Pero no todo son desgracias e incluso después de la zozobra hay chance para el amor. Es lo que demuestra Ángela Vicario hacia el final del libro, quien en un giro del destino resulta perdidamente enamorada del hombre que “traicionó” y que por muchos años la ignoró por completo. Su persistencia y paciencia le valieron una segunda oportunidad para los dos.

El estómago [ que engulle y ayuna]

La gastronomía atraviesa la novela desde extremos antagónicos. El apetito exacerbado es en ella sinónimo de celebración y ofrenda, como cuando El Obispo se aproxima al pueblo y las señoras salen corriendo con pavos, lechones y otras delicias en mano. Es también símbolo de estatus y opulencia, como en el caso del ya aludido prelado, asiduo consumidor de la sopa de crestas que se da el lujo de cortarlas y botar a la basura el resto del gallo, o en el del banquete fastuoso organizado para la boda de Ángela Vicario, en la que hizo falta poner mesones de carpintero para acomodar a los ávidos comensales.

En contraposición, la gula es también señal de profunda tristeza. Una bandera a media asta para María Alejandrina Fernández que no encuentra otra manera de guardarle duelo a Santiago Nasar:

Estaba sentada a la turca sobre la cama de reina frente a un platón babilónico de cosas de comer: costillas de ternera, una gallina hervida, lomo de cerdo, y una guarnición de plátanos y legumbres que hubieran alcanzado para cinco. Comer sin medida fue siempre su único modo de llorar, y nunca la había visto hacerlo con semejante pesadumbre.

Los intestinos [ que albergan inmundicia]

Lo visceral se manifiesta de al menos tres maneras en la historia: la violencia, el rencor y lo grotesco. La violencia, más allá del homicidio estelar del libro, está naturalizada en la tenencia de armas. Múltiples veces se refiere que tal vez la tragedia hubiese podido evitarse si Santiago portase como era su costumbre, diversas armas de fuego que aprendió a dominar desde niño gracias a la instrucción de su padre. El mismo Ibrahim Nasar había tenido un accidente doméstico relacionado, cuando una criada accionó una pistola por error. También Yamil Shaium poseía una escopeta con la que persiguió a los Vicario tras el apuñalamiento. Parecía que el pueblo entero nadara en armamento, justificando lo inofensivo de su posesión por el hecho de mantenerlo descargado u oculto. Una carga de mecha lenta lista para estallar a la menor provocación.

El rencor por otro lado, se aprecia en la validación de los actos de los Vicario. Una buena parte de los pobladores justificó las represalias y para no ir más lejos la suegra y la novia de uno de los gemelos asociaba la acción criminal con rasgos deseables de honor y virilidad: “Yo sabía en qué andaban – me dijo- y no sólo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no cumplía como hombre”. Incluso la justicia divina y humana los absolvió eventualmente al racionalizar como justa la venganza de los hermanos.

Se cierra la triada con lo grotesco, ejemplificado en el explícito destajamiento de Santiago Nasar, en la curiosidad morbosa del habitante promedio por querer ver su cadáver y en su descomposición extraordinaria y nauseabunda, un humillante castigo post-mortem para los pecados de un joven guapo y de tez diáfana, su cadáver vilipendiado en una autopsia ramplona e inútil.

El hígado [ que desintoxica]

Pero hay también, entre tanta desventura, un breve lugar para la sanación. Desde su exilio, Ángela Vicario logra superar su pobreza de espíritu, dejar de ser la prima boba, conciliar con los demonios de la culpa, tornarse en una mujer que por independiente y sagaz fue casi irreconocible para el cronista. Ocupó su mente y sus manos y así por fin, escapó de a pocos de la sombra de su madre y del suceso: “Todos los que la vieron en esa época coincidían en que era absorta y diestra en la máquina de bordar, y que a través de su industria había logrado el olvido.”

Las criadillas [ que engendran y embrutecen]

La sexualidad en Crónica de una muerte anunciada es en su mayoría animal y destructiva. Desde las depredaciones sexuales de Santiago Nasar a las niñas del servicio (una tradición familiar de larga data), pasando por la costumbre de desvirgar a los varones con las prostitutas del pueblo, hasta la gonorrea de Pedro Vicario admirada por su hermano como si se tratase de una medalla de guerra, notamos que la cópula reproduce comportamientos viciados en unos casos, de doble moral en otros. Quizás su única acepción benigna esté dada en María Alejandrina Fernández y sus mulatas de placer, que a través del sexo alcanzaron un nivel de empoderamiento y autonomía imposible de lograr para la mujer del común.
                                                            ***
A este punto se preguntará el lector ¿Dónde están los cortes finos? ¿Qué ha sido del solomillo? ¿Del lomo? ¿Del tierno jamón? ¿Por qué no hablar de la herencia árabe de la novela, de los llantos de las plañideras, de la tradición musical, de las estructuras, de las figuras del discurso, de la poética? Me temo, mi estimado, que mejores ensayistas que yo han dado buena cuenta de esos manjares desde hace décadas. Son las tripas de esta disertación lo mejor que le puedo ofrecer.

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