Por Diego Cárdenas
“Abre un puerco y verás tu cuerpo”
-Proverbio español
Es
ciertamente complejo escribir el enésimo análisis sobre la más famosa de las
crónicas de García Márquez. Uno corre el riesgo de caer en el consabido lugar
común, masticar aproximaciones discutidas hasta la saciedad, contradecir a los
más tenaces estudiosos del nobel, o lo que es tal vez peor, estar de acuerdo
con ellos. Cuando se escribe sobre una obra de este calibre, todo el mundo está
al tanto del mortal desenlace de la empresa, excepto claro el ensayista. Así
las cosas, me declaro incapaz de engordar un gramo más este lechón decembrino
que es la crítica sobre Gabo.
¿Qué
hacer entonces cuando el porcino está suficientemente rechoncho? Sencillo: hay
que sacrificarlo. Propongo usar el oxidado cuchillo de la hermenéutica para
escarbar entre las vísceras de la novela, no esperando encontrar nada distinto
en el buche del animal, sino más bien intentando que el tratamiento del tema
pueda otorgar a la lectura algún mínimo viso de novedad. Afilemos pues los
puñales de descuartizar y vamos, como ya diría un cordial vecino de
Whitechapel, por partes.
El Seso [que
crea y recrea]
La
idea de Crónica de una muerte anunciada
surgió -y no podría ser de otra forma- a partir de un descarnado hecho real con
el que el escritor tuvo contacto directo. En el número 298 de la revista Cambio (1 de marzo de 1999) García
Márquez dejaría testimonio escrito de lo que ya se sospechaba o se sabía de
oídas: la víctima genuina era un entrañable amigo de infancia cuyo asesinato se
perpetró en 1951. La historia, inicialmente escrita a manera de crudo y
sencillo reportaje periodístico, coherente con las labores que el autor fungía para
esas fechas en El Heraldo de
Barranquilla, no vio la luz por al menos veintisiete años debido a que su madre
le imploró que no la publicara por respeto a la familia del difunto.
Pero
esta primera versión se decantaba por ser una novela policíaca, donde el
misterio de la identidad del asesino y el destino final de la víctima se
desvelaban apenas hacia el final. Tras la muerte de la mayoría de los
implicados en el hecho original, el autor decidiría al fin retomar su novela
con la leve variación de incluir un “ya lo mataron” al final del primer
capítulo. Este cambio inicial alteraría por completo la disposición de la obra,
obligándolo a reescribirla en una clave completamente distinta. ¿fue quizás un
poco menos dispendioso “recomponer las astillas dispersas del espejo roto de la
memoria” con la perspectiva que otorga la distancia? El escritor quiere creer
que sí:
Comprendí, en fin, que yo mismo ya no era el mismo
después de tantos años corridos por debajo de los puentes. ¿Hice bien? Estoy
convencido de que sí. La primera versión, como ya estaba escrita, habría sido
un desastre sin la química de la nostalgia y los desafueros de la poesía.
Los ojos [que
reflejan y multiplican]
Un
ocasional juego de espejos es empleado en algunos apartes de la novela. Sin
mayor aclaración o protocolo se alude a personajes, sucesos o situaciones que
están de alguna manera relacionadas con la más difundida obra del escritor: Cien Años de Soledad. Así, se nos
informa de pasada que Petronio San Román, padre del vilipendiado Bayardo, posee
un pasado militar durante el cual puso en fuga al coronel Aureliano Buendía y
que incluso ordenó disparar por la espalda a Gerineldo Márquez, uno de los
amores rechazados de Amaranta Buendía.
Del
mismo modo, vemos como el padre de los Vicario y posteriormente su hijo Pablo, se dedicarían al oficio de la orfebrería. El primero por vocación y el segundo
por distracción, tienen sin duda una resonancia a los pescaditos de oro de
Aureliano y su interminable y estéril ciclo de moldear y derretir.
Se
sugiere al lector, como en otras narrativas de García Márquez, la idea de un
universo compartido, de un pasado de alguna forma común, de intersecciones
entre textos y personajes que parecen entrar y salir a su antojo de una saga
mamotrética que un solo libro es incapaz de contener.
El hocico [ que
gruñe y calla]
El
rumor y el pinchazo de la lengua, más afilados que los cuchillos de los
hermanos Vicario, son sin duda temas recurrentes. Desde una acusación a todas
luces infundada que le cuesta la vida a un hombre no tan inocente, pasando por
la habladuría que se riega como pólvora entre las gentes del pueblo, hasta las
mil y un versiones que se fabrican sobre los orígenes de Bayardo San Román, el
escritor pone de manifiesto el poder de la palabra en un entorno donde todos
saben de todos, donde la vida privada es un mito y en el que las ficciones
caprichosas desdibujan la realidad.
Irónicamente,
lo que equilibra este excesivo cotilleo es el silencio. Un silencio que se
disemina en el peor momento posible y que impide que Santiago Nasar, de entre
todos el más urgido de una advertencia, se pasee cándido hacia el cadalso. Esta
dicotomía de ruido y mutismo es, a mi juicio, uno de los aspectos mejor
logrados de la novela.
El corazón [ que
ama y sufre]
El
amor y sus contradicciones, lo solemne y lo apasionado, la conveniencia y la
sinceridad, anidan todos entre las páginas de esta novela. De este modo, se
explora la crianza de las mujeres en función exclusiva del matrimonio,
individuos educados para tolerar, ceder e ignorar y, por tanto, perfectamente
capacitados para lidiar con los diarios avatares de un hogar, como bien
señalaba doña Purísima del Carmen:
Los hermanos fueron criados para ser hombres. Ellas
habían sido educadas para casarse. Sabían bordar en bastidor, coser a máquina,
tejer encaje de bolillo, lavar y planchar, hacer flores artificiales y dulces
de fantasía, y redactar esquelas de compromiso (…) “Son perfectas”, le oía decir
con frecuencia. “Cualquier hombre será feliz con ellas, porque han sido criadas
para sufrir”
No
hay lugar para el sentimiento genuino en medio de esta consagración absoluta a
los esposos. La ausencia de enamoramiento o ya siquiera una mínima empatía, no
supondría entonces ninguna barrera para la sagrada institución. Como limpiar o
cocinar, “también el amor se aprende” señalaba su madre a Ángela cuando quiso
cuestionar su matrimonio arreglado.
A
Victoria Guzmán por su parte, le sería otorgado un breve periodo de gracia en
el que, en medio de su ardor adolescente, sería seducida por Ibrahim Nasar, un
hombre vedado para ella por razones de clase social. Al terminar el idilio,
sería llevada a servir con amargura y resignación en la cocina de la casa de su
otrora amante. Peor aún, su hija estaba destinada a compartir cama con el
señorito de la casa, repitiendo un ciclo interminable de desamor.
Pero
no todo son desgracias e incluso después de la zozobra hay chance para el amor.
Es lo que demuestra Ángela Vicario hacia el final del libro, quien en un giro
del destino resulta perdidamente enamorada del hombre que “traicionó” y que por
muchos años la ignoró por completo. Su persistencia y paciencia le valieron una
segunda oportunidad para los dos.
El estómago [ que
engulle y ayuna]
La
gastronomía atraviesa la novela desde extremos antagónicos. El apetito
exacerbado es en ella sinónimo de celebración y ofrenda, como cuando El Obispo
se aproxima al pueblo y las señoras salen corriendo con pavos, lechones y otras
delicias en mano. Es también símbolo de estatus y opulencia, como en el caso
del ya aludido prelado, asiduo consumidor de la sopa de crestas que se da el
lujo de cortarlas y botar a la basura el resto del gallo, o en el del banquete
fastuoso organizado para la boda de Ángela Vicario, en la que hizo falta poner
mesones de carpintero para acomodar a los ávidos comensales.
En
contraposición, la gula es también señal de profunda tristeza. Una bandera a
media asta para María Alejandrina Fernández que no encuentra otra manera de
guardarle duelo a Santiago Nasar:
Estaba sentada a la
turca sobre la cama de reina frente a un platón babilónico de cosas de comer:
costillas de ternera, una gallina hervida, lomo de cerdo, y una guarnición de
plátanos y legumbres que hubieran alcanzado para cinco. Comer sin medida fue
siempre su único modo de llorar, y nunca la había visto hacerlo con semejante
pesadumbre.
Los intestinos [ que
albergan inmundicia]
Lo
visceral se manifiesta de al menos tres maneras en la historia: la violencia,
el rencor y lo grotesco. La violencia, más allá del homicidio estelar del
libro, está naturalizada en la tenencia de armas. Múltiples veces se refiere
que tal vez la tragedia hubiese podido evitarse si Santiago portase como era su
costumbre, diversas armas de fuego que aprendió a dominar desde niño gracias a
la instrucción de su padre. El mismo Ibrahim Nasar había tenido un accidente
doméstico relacionado, cuando una criada accionó una pistola por error. También
Yamil Shaium poseía una escopeta con la que persiguió a los Vicario tras el apuñalamiento.
Parecía que el pueblo entero nadara en armamento, justificando lo inofensivo de
su posesión por el hecho de mantenerlo descargado u oculto. Una carga de mecha
lenta lista para estallar a la menor provocación.
El
rencor por otro lado, se aprecia en la validación de los actos de los Vicario.
Una buena parte de los pobladores justificó las represalias y para no ir más lejos
la suegra y la novia de uno de los gemelos asociaba la acción criminal con
rasgos deseables de honor y virilidad: “Yo sabía en qué andaban – me dijo- y no
sólo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no cumplía
como hombre”. Incluso la justicia divina y humana los absolvió eventualmente al
racionalizar como justa la venganza de los hermanos.
Se
cierra la triada con lo grotesco, ejemplificado en el explícito destajamiento
de Santiago Nasar, en la curiosidad morbosa del habitante promedio por querer
ver su cadáver y en su descomposición extraordinaria y nauseabunda, un
humillante castigo post-mortem para los pecados de un joven guapo y de tez
diáfana, su cadáver vilipendiado en una autopsia ramplona e inútil.
El hígado [ que
desintoxica]
Pero
hay también, entre tanta desventura, un breve lugar para la sanación. Desde su
exilio, Ángela Vicario logra superar su pobreza de espíritu, dejar de ser la
prima boba, conciliar con los demonios de la culpa, tornarse en una mujer que
por independiente y sagaz fue casi irreconocible para el cronista. Ocupó su
mente y sus manos y así por fin, escapó de a pocos de la sombra de su madre y
del suceso: “Todos los que la vieron en esa época coincidían en que era absorta
y diestra en la máquina de bordar, y que a través de su industria había logrado
el olvido.”
Las criadillas [ que
engendran y embrutecen]
La
sexualidad en Crónica de una muerte
anunciada es en su mayoría animal y destructiva. Desde las depredaciones
sexuales de Santiago Nasar a las niñas del servicio (una tradición familiar de
larga data), pasando por la costumbre de desvirgar a los varones con las
prostitutas del pueblo, hasta la gonorrea de Pedro Vicario admirada por su
hermano como si se tratase de una medalla de guerra, notamos que la cópula
reproduce comportamientos viciados en unos casos, de doble moral en otros.
Quizás su única acepción benigna esté dada en María Alejandrina Fernández y sus
mulatas de placer, que a través del sexo alcanzaron un nivel de empoderamiento
y autonomía imposible de lograr para la mujer del común.
***
A
este punto se preguntará el lector ¿Dónde están los cortes finos? ¿Qué ha sido
del solomillo? ¿Del lomo? ¿Del tierno jamón? ¿Por qué no hablar de la herencia
árabe de la novela, de los llantos de las plañideras, de la tradición musical,
de las estructuras, de las figuras del discurso, de la poética? Me temo, mi
estimado, que mejores ensayistas que yo han dado buena cuenta de esos manjares
desde hace décadas. Son las tripas de esta disertación lo mejor que le puedo
ofrecer.
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