Por Diego Cárdenas
Son diversas las
miradas, tendencias y metodologías que sobre la teoría y crítica literaria se
han propuesto a lo largo de los años y las disciplinas. Algunas más extendidas
y aplicadas que otras, la mayoría han aportado en alguna medida a la
comprensión del fenómeno y establecido bases para la construcción de nuevas
aproximaciones, complementarias o contrarias. El presente texto reseña de
manera crítica tres propuestas que sobre el particular presentan algunos de los
autores más canónicos del campo, condensando categorías, conceptos y teorías
que articulan modelos y nociones de especial interés. Se espera, de manera
sucinta, hallar los hilos, seguir las puntadas y ubicar los entramados que
permitan elaborar patrones reconocibles evitando a toda costa tornarse en una costura.
Una caja de
hilos y retazos: Estructuralismo y
crítica literaria de Gérard Genette
Esta
disertación, dividida en cuatro partes, versa a grandes rasgos sobre el
estructuralismo aplicado a los estudios literarios, algunos de sus autores,
componentes y vertientes, sus rasgos de incompatibilidad y complementariedad
con la hermenéutica, sus posibles campos de aplicación en manifestaciones
literarias específicas, la relación sujeto-objeto en la crítica literaria, la
relación de las partes versus el todo, entre otras.
Así, en la
primera sección y a propósito de Lévi-Strauss, Genette propone extrapolar a la
crítica literaria la naturaleza de bricolage
atribuida al pensamiento mítico: un conjunto de herramientas y materiales que,
sin ser concebido originalmente para cierto propósito, ni contar precisamente
con la especificidad técnica para ello, puede ser empleado colectivamente,
logrando una síntesis en cuyo resultado final ningún componente servirá a su
función original, sino que dará lugar a algo nuevo. Enfatiza el autor en la
condición metalingüística de la crítica literaria, que a diferencia de la
musical o pictórica, utiliza la misma sustancia de su cuerpo de estudio: la
palabra, el discurso. Por la misma línea, establece comparaciones entre el
escritor y el crítico, asignando al segundo la función literaria de operar por
medio de signos, interrogando la literatura a través de materiales
estructurales como motivos, temas, palabras claves o figuras del discurso.
Afirma, no obstante, que a pesar de que el crítico examina un insumo segundo -
la literatura como producción ajena- es capaz de invertir los fines y los
medios: dar sentido a la obra de otros, a la vez que realiza su propia obra con
dicho sentido.
El segundo
aparte establece algunas analogías entre el lenguaje y la literatura, siendo que,
en el sentido estructuralista más estricto, suele otorgársele mayor importancia
en una lengua a los componentes prosódicos (pronunciación y acentuación) que a
los semánticos (significado), el autor propone que también literariamente se
puede establecer una crítica en sentido similar, enfocada en la forma y la
sustancia, desprovista de influencias externas, un estudio inmanente que
analice una obra en sí misma sin considerar sus fuentes o sus motivos:
La crítica estructural
está purificada de todas las reducciones trascendentales del psicoanálisis, por
ejemplo, o de la explicación marxista, pero ejerce, a su vez, una especie de
reducción interna atravesando la sustancia de la obra para alcanzar su
esqueleto, en una mirada que no es por cierto superficial, sino una penetración
de algún modo radioscópica, tanto más exterior cuanto más penetrante. (p. 147)
En el tercer
segmento se establece una división del campo literario en dos dominios: la
llamada “literatura viva”, percibida esencialmente como aquella canónica y
susceptible de ser analizada por la hermenéutica y la de “sentido perdido”, en
la que caben literaturas periféricas y populares, fenómenos de “baja cultura”
como el folletín, la novela de aventuras o la historieta. Es esta última, usualmente relegada por la
crítica más tradicional, la que podría verse altamente beneficiada por un
enfoque estructuralista. También menciona que no es irreconciliable la postura
de la hermenéutica con la crítica estructuralista, se trata más bien de una
posibilidad de complementación gracias a la cual, la primera interpreta lo
sensible y recrea el interior y la segunda reconstruye lo inteligible y examina
las partes.
La sección final
se aproxima a la idea de literatura como concepto universal, susceptible de
irse expandiendo, pero completo en sí mismo. Así, La Ilíada y la Odisea de
Homero fueron en su momento obras enciclopédicas capaces de contener cada
variable y categoría de la literatura como para un hombre que ha leído un solo
libro en su vida este representa su totalidad literaria. La
sobre-individualización, afirma, puede ser nociva y lo más deseable para la
aproximación estructuralista sería analizar una serie de obras en un periodo de
tiempo y luego comparar estos tropos entre sí, analizando tendencias,
funciones, cambios y adaptaciones de las formas y los temas, siendo así lo más
importante el estudio de las mecánicas, más que de los elementos en sí mismos. Finalmente
señala como la evolución tiende a legitimizar o transformar lo que otrora fuera
literatura menor o cambiar su función. De este modo, por ejemplo, el verso
libre obtiene notoriedad luego de ser denostado por los sonetistas o lo
grotesco que era un recurso cómico en el clasicismo se hace trágico en el
romanticismo.
El texto, aunque
denso y en ocasiones muy abarcador para centrarse en especificidades o llevar
un hilo conductor muy estable, recoge valiosos aportes de diversas autoridades,
los reinterpreta y ajusta a la visión particular de Genette y propone maneras
de valorar la mirada estructuralista, desde un enfoque que señala ventajas y
aplicaciones específicas y desmitifica un poco la concepción de estructuralismo
como metodología mecánica y desprovista de corazón. Las generalidades de su relevancia
y posibilidades son expuestas con claridad por el autor. Una propuesta que
tiene tanto de textual como de textil.
La confección
ideológica: Hacia una ciencia del texto
de Terry Eagleton
Este segundo
escrito da inicio con una pequeña introducción sobre el autor inglés. Se señala
su cercanía con el marxismo y la nueva izquierda británica y su interés por la
relación literatura e ideología, mediada por el estructuralismo y
posestructuralismo. Este preámbulo anticipa el interés de Eagleton por defender
la separación entre ideología y texto literario, aseverando que lo segundo no
puede ser mera imagen de la primera y proyecta la premisa de que el texto tiene
la facultad de transformar la historia en ficción y resignificarla. Se define
esta ideología como una “formación compleja que inserta a los individuos en la
historia, de variadas maneras, permitiendo distintos tipos y grados de acceso a
esa historia” (p.355)
Ya entrados en
el pasaje original de Eagleton, la propuesta es que es el texto literario el
que produce ideología y que pese a la aparente libertad que lo exime de la
historia – pues podría creerse que un objeto a menudo ficcional es
independiente de las restricciones de la exactitud histórica- por el contrario,
aún sigue sujeta a ella y hasta cierto punto la refleja, pues “la obra
literaria es la producción de ciertas representaciones de lo real originadas en
un objeto imaginario” (p. 358). Sea cual sea la aparente deformación de esta
realidad, leve o drástica, verosímil o estrafalaria, el texto no deja de
retratar simplemente una versión de su referente, que es la historia misma.
Para ilustrar el punto, compara Bleak
House, la novela de Dickens y “My Love is Like a Red Red Rose”, el poema de
Burns. Aduce que, aunque la primera es mucho más identificable con un paisaje,
época y circunstancias históricas específicas y el segundo mucho más simbólico
y abstracto, ambas constituyen formas de un proceso de representación de la
realidad. Estas relaciones entre los tres elementos mencionados, las sintetiza
el autor con un acertado diagrama (p. 359):
El aparte final
se interesa principalmente por la naturaleza estructural de la crítica, el
texto y la ideología. Eagleton afirma que la crítica es un componente
específico de la teoría de superestructuras y que esta analiza leyes propias de
su objeto, ocupándose entonces no de leyes ideológicas sino de los parámetros
que rigen la creación de discursos ideológicos, como lo es, según el autor, la
literatura. En la misma línea, afirma que el texto tiene una estructura lograda
a través de la ruptura y la descentralización, una estructura que desarma la
ideología para reorganizarla de acuerdo a los propios términos del texto, “para
procesarla y darle nueva forma en una producción estética” (p. 360). Las
interacciones entre el texto y la ideología provocan mutuas alteraciones que
los transforman, estructuran, desestructuran y determinan.
Este texto, aunque
breve, tiene un horizonte muy claro y en pocas líneas logra exhibir las aristas
más esenciales de la cuestión. Con una densidad si se quiere superior al de la
lectura anterior, acierta no obstante al establecer analogías muy valiosas que
ejemplifican y aclaran algunas de las dudas que naturalmente surgen al
aproximarse a una temática meramente conceptual y a menudo difícil de asir. Un
pespunte en el que convergen literatura, ideología y crítica en una clara
invitación a profundizar en el tema a través de sus fuentes originales y otras
producciones del autor.
Puntada sin dedal:
La muerte del autor de Roland Barthes
No deja de ser
curioso analizar académicamente un texto del semiólogo francés a quien la
crítica universitaria tanto se opuso en un principio. No obstante, como se
resume en su breve introducción, el llamado líder de la nouvelle critíque presenta en este texto algunos de sus postulados
más agudos y que recogen, breve pero efectivamente, buena parte de sus
propuestas: la relación entre ideología y lenguaje, la ausencia de una posición
determinante del autor en el sentido de su obra y el texto y la escritura como
resultado de un ejercicio colectivo con múltiples fuentes, un acto repetidor
que conjuga obras previas.
Haciendo uso de
una cita de Balzac, Barthes ilustra cómo la escritura es un lugar imparcial que
constituye la “destrucción de toda voz”: resulta imposible determinar si lo
narrado es relatado por el autor, el personaje, el individuo, la sociedad, el
bagaje cultural acumulado y reproducido a través de muchas generaciones, entre
otras. A diferencia de la antigüedad, cuando el relato estaba a cargo de un
chamán que mediaba las voces múltiples que lo componían pero que nunca
demandaba propiedad sobre él, el concepto de autoría parece ser más bien reciente,
impulsado por el deseo de prestigio de la “persona humana” que la reforma, el
empirismo británico, el racionalismo galo y el positivismo como heredero del
capitalismo pregonaron. Esto se ve frecuentemente reforzado por la idea de que
el significado oculto de la obra está siempre permeado por la vida de su
productor, como si un libro fuese un vehículo de infidencias velado.
Hilando esta
idea, Barthes presenta algunos de escritores y corrientes que obraron de diferente forma
respecto a este predicamento: Mallarmé, que reemplazó la figura del autor por
la del propio lenguaje y la impersonalidad, Valéry, que puso en duda al autor y
designó a la literatura como un fenómeno eminentemente verbal , Proust que hizo
de su vida una novela modelada a partir de su propio libro y no a la inversa
como suele suceder y el surrealismo que desafió el rol del autor con la
escritura automática. Y es que este alejamiento del autor se manifiesta desde
el tiempo mismo, no hay un antes ni un después, el escritor moderno es
simultáneo a su texto “No es en absoluto el sujeto cuyo predicado sería el
libro; no existe otro tiempo que el de enunciación y todo el texto está escrito
eternamente aquí y ahora” (p. 223). Escribir
entonces, no se puede restringir a una exigua labor de registro y representación,
sino que debería ser un acto performativo, una forma verbal conjugada en
“primera persona y en presente en la que la enunciación no tiene más contenido (más
enunciado) que la que ella misma profiere” (p. 223).
Así las cosas,
El autor cuestiona el origen único del texto, lo que lo tornaría en cierto
sentido “teológico”, al imitar a un hacedor divino y por el contrario insiste
en su entramado de fuentes colectivas, inagotables y a veces irrastreables, una
suerte de repositorio del que quien escribe se sirve en infinitas combinaciones,
complementos y contradicciones a voces que le antecedieron. “La vida nunca hace
otra cosa que imitar al libro, y ese libro mismo no es más que un tejido de
signos, una imitación perdida, que retrocede infinitamente” (p. 223). Asignar
autor a un texto, sentencia Barthes, sería agotar su sentido, cerrar sus
posibilidades de interpretación ¿qué labor tendría la crítica en un escenario
de esta naturaleza? No es entonces el origen de la escritura lo que da valor al
texto sino su destino, representado en quien es capaz de desentrañar, rehacer y
reinterpretar sus significados e implicaciones, aquel que germina irrigado con
la sangre del moribundo autor: el lector.
Pocos postulados
logran en tan pocas páginas atacar de manera tan contundente al
establecimiento. Tras poco más de medio siglo, las palabras de Barthes siguen
siendo punzantes, audaces y no por ello menos estimables. Su ruptura con la
crítica tradicional y la instigación indispensable de una nueva escuela hacen
de esta propuesta un objeto de estudio notorio aun cuando desde entonces se han
revaluado, complementado o refutado ciertos corolarios asociados. De cualquier
manera, esta chispa de ignición es todavía vigente: la muerte del autor desde
entonces ha re-animado indudablemente a la crítica. Que la desaparición de la
aguja no nos impida ver el bordado.
La función del costurero: ¿Qué es
un autor? de Michel Foucault.
Esta nueva
lectura da inicio también con una caracterización del autor. Se resalta la
naturaleza interdisciplinaria de su corte investigativo y su interés por campos
tan diversos como la dominación, las formas de regulación del discurso, el
poder y el conocimiento. En este aparte se aclara que el texto es una
transcripción de la conferencia que Foucault pronunció en 1969 ante la Sociedad
Francesa de Filosofía y su posterior discusión. A manera de abrebocas, se
anticipa cómo la disertación es de alguna manera una respuesta a La muerte del autor de Roland Barthes y
que versa sobre la definición de autor, no como una persona real sino como
varias llamadas “posiciones-objeto” que ejercen una función particular.
Adentrados en la
conferencia, Foucault habla de la noción de autor como momento fundamental de
determinación de lo individual, como una unidad esencial en la relación de este
con la obra. En este sentido, presenta dos temas importantes: la escritura como
independiente de la expresión y la relación de la escritura con la muerte. Sobre
lo primero señala que a pesar de que la escritura es un fenómeno mayormente
auto-referencial, no está privada de la posibilidad de alcanzar el mundo
exterior gracias a la naturaleza de sus significantes y que constantemente está
bordeando y rebasando sus límites y reglas, un ejercicio en el que el sujeto
escritor no cesa de desaparecer. En cuanto a lo segundo, ilustra como por
ejemplo los héroes griegos accedían gustosos a la muerte si esta significaba su
paso a la inmortalidad a través de la narración y la epopeya y cómo de manera
contrastiva, en Las mil y una noches
es la palabra la que mantiene a raya a la parca cada noche, aplazándola una y
otra vez gracias a las historias de Scherezade. Por línea similar, el autor
debe a menudo renunciar a su existencia e individualidad para producir la
narración, ocasionalmente acercándose incluso a la muerte literal a partir de
privaciones económicas, tribulaciones mentales o agotamiento físico, lo que se
traduce en que “la marca del escritor ya no es más que la singularidad de su
ausencia; tiene que representar el papel del muerto en el juego de la
escritura.” (p. 230)
Pese a lo
anterior, advierte Foucault, que existen por lo menos dos nociones que siguen
siendo problemáticas para el perfeccionamiento esta desaparición. De la primera
de ellas, la noción de obra, se dice a menudo que no tendría que ser analizada
en función de sus relaciones con su autor, sino en su configuración interior,
su composición y sus entresijos. No obstante, surgen los inconvenientes ante la
dificultad de desligar a un autor de su producción, del legado que deja tras de
sí escrito en lo que tradicionalmente se conoce como “obra” y que a menudo se
trata como equivalente a él mismo. ¿Forman parte de ella, además de los
escritos publicados, los inéditos, borradores, cartas y diarios…asuntos tan
aparentemente banales como una factura garabateada, una agenda de compromisos
sociales? La unidad insinuada por el concepto de obra es ciertamente tan
compleja como la propuesta ausencia del autor. La siguiente noción es la de la
escritura y su conflicto se anida en la naturaleza trascendental que posee. Si
bien se ha intentado asignar preponderancia a la condición general de todo
texto, tratando de desligarlo como en el caso de la obra, de quien lo escribió,
esta omisión deliberada ha hecho poco menos que reproducir empíricamente a un
autor anónimo. Sugiere Foucault que este afán por borrar los rastros del autor
ha dado lugar a una modalidad religiosa: la escritura así concebida invita a
una suerte de exégesis en la que sentidos ocultos deben ser encontrados y el
texto criticado, otorgando una suerte de irónica inmortalidad al autor que
inicialmente se buscaba “asesinar”.
Ilustrado este
punto, el conferencista pasa a otra cuestión nebulosa: el asunto del nombre de
autor. “El nombre de autor es un nombre propio” pero “(…) no es exactamente un
nombre propio como los otros” (p.232) pues no se limita a lo indicativo, toda
vez que ejerce funciones de descripción, estableciendo vínculos entre un sujeto
y aquello que literariamente ha producido, pero aunque tiene un cierto nexo con
lo que nombra, su sentido no se agota allí. No podría decirse por ejemplo que
“Aristóteles” es exclusivamente equivalente a Analíticos o fundador de la
ontología, a riesgo de desconocer muchas otras de sus dimensiones. Similarmente,
si se descubriese que el lugar de nacimiento de Shakespeare es otro o se
descubriera su inexistencia, podría ponerse en duda la autoría de sus sonetos.
Consideraciones de esta naturaleza se extienden a escritores históricamente
inciertos o incluso a pseudónimos y nombres de pluma. El nombre de autor no es
entonces un mero y sustituible elemento del discurso como un sujeto genérico,
sino que por el contrario inherentemente caracteriza, agrupa, delimita,
contrasta y compara un corpus de textos asociados a una identidad literaria. De
esta forma, Foucault propone que en la sociedad occidental existen discursos
dotados o no de la “función de autor”: una carta puede tener un remitente, un
contrato un signatario, un grafiti un redactor, más ninguno de ellos tiene
propiamente un autor.
Habiendo
establecido esto, Foucault pasa a caracterizar cuatro rasgos de dicha función
de autor:
Constituyen objetos de apropiación: Los
textos dejaron de ser atribuidos a personajes míticos o indeterminados y a
tener autores “reales” en la medida en que alguien podía ser castigado o
señalado a partir de su discurso trasgresor, ilícito o profano. A finales del
siglo XVIII y comienzos del XIX, cuando fue incluido gracias a las regulaciones
de derechos de autor, dentro del característico sistema de propiedades de la
sociedad occidental, se legitimizan simultáneamente el peligro de la autoría y
la posesión sobre ella.
No se ejerce de manera universal y constante sobre
todos los discursos: Inicialmente las narrativas y líricas se ponían en
circulación sin que su carencia de autor supusiera problema alguno, caso
distinto al de los textos científicos (médicos, geográficos, biológicos) que
desde la edad media solo se validaron si poseían un autor reconocido. A partir
de los siglos XVII y XVIII, curiosamente la relación se invierte, permitiendo
que los textos científicos se enmarquen en un sistema general cuya presencia
mutua otorga la validez suficiente, mientras que los productos literarios solo
pueden ser reconocidos a partir de la existencia de un escritor, fecha y
circunstancia.
No se forma espontáneamente como la atribución de un
discurso a un individuo: Esta función tiene su fuente en un particular sujeto
de razón con facultades creadoras que se designa como autor. Reflejo de la
técnica utilizada por San Jerónimo para comprobar la autenticidad de textos
religiosos, la crítica y teoría literaria busca encontrar unidad estilística,
plausibilidad histórica, coherencia de discurso o ideología y una cierta
uniformidad en sus formatos, para validar la función de autor.
No es una reconstrucción simple y pura que se hace de
segunda mano a partir de un texto como material inerte: A
diferencia de un texto desprovisto de la función de autor, en el que los
pronombres, la conjugación de los verbos y los adverbios siempre remiten a
quien lo escribió, en aquellos textos que sí la poseen, esta gramática opera de
forma diferente. Por ejemplo, en una novela escrita en primera persona no
experimentamos la voz del autor sino a menudo de un hablante ficticio,
presencia que fracciona entonces el ego del autor propiciando la presencia
simultánea de varias posiciones-sujeto.
Seguidamente, la
conferencia migra hacia los llamados autores “transdiscursivos” aquellos que no
solo escribieron una obra, sino que, por ser de alguna manera novedosos o fundacionales
permitieron o generaron la aparición de otros textos análogos, complementarios
o contradictorios basados en su producción (el caso de Freud con el
psicoanálisis o de Marx con El Capital).
En este sentido, se habla del llamado “regreso al origen” del texto, que cuando
no se trata de autores fundacionales es incapaz de alterar su esencia pero que
en el caso contrario la modifica irremediablemente: “Reexaminar el texto de
Galileo puede cambiar el conocimiento que tenemos sobre la historia de la
mecánica, pero no puede cambiar nunca a la mecánica misma. En cambio,
reexaminar los textos de Freud modifica al psicoanálisis mismo, y los de Marx,
al marxismo. No hay posibilidad del que el redescubrimiento de un texto” (p.
240).
Foucault cierra
su disertación con las razones que lo han llevado a determinar el tema de la
función de autor como una cuestión relevante. En primera instancia menciona que
un análisis extenso de los textos considerando las categorías y relaciones
mencionadas a lo largo de la presentación, permitiría establecer una tipología
discursiva y sus propiedades, una de estas las diferentes formas de vínculos
del texto con el autor. En segundo lugar, sugiere que la exploración de la
función de autor podría permitir el estudio histórico del discurso pues a
través de dicha función podrían percibirse con mayor exactitud sus modos de
circulación, valoración, apropiación y atribución. La “desaparición” del autor debería entonces quitarle al mismo su
cimiento originario para tornarse más bien en un componente complejo del
discurso. Importante como es esta función, Foucault no obstante concibe la
posibilidad de una cultura en la que los textos anónimos circulen sin importar
quién dijo qué.
El autor, si
acaso podemos llamarlo así dada la índole de su discurso, presenta asuntos de
capital importancia en cuanto a la percibida ausencia o mimetismo del autor y determina
una función que reafirma y valora. Si bien se torna quizás muy abstracto y oscuro
en algunos de sus pasajes - un rasgo que su audiencia señaló en su momento- es
entendible dado que como bien aclara, se trata de una propuesta general, un
trabajo de primera fase que presenta para la discusión y retroalimentación. El
valor más trascendente de esta conferencia es el de la ubicación de rasgos
propios de la función y que con los ejemplos y aclaraciones brindadas,
encuentro muy plausibles. El desplazamiento del foco desde el rol de trascendencia
por propiedad intelectual al de preeminencia por función escritural es sin duda
una discusión fascinante y un bello ribete de la proposición de Barthes.
***
Tras el análisis
de estas propuestas teóricas y críticas, son evidentes las intersecciones y
desencuentros entre los autores abordados. Más allá de eso, resulta innegable
que sus discursos se imbrican y es a trasluz que se observan sus fibras: el
gran tapiz de la crítica, variopinto y multicolor está a hecho a base de la urdimbre
de los discursos colectivos.
Referencias
ARAÚJO, Nara y Teresa delgado
(eds). Textos de teorías y crítica
literarias. (del formalismo a los estudios poscoloniales). México: Antropos.
Universidad Autónoma metropolitana, 2010.