sábado, 6 de junio de 2020

Tapiz literario: una reseña de cuatro lecturas sobre teoría y crítica


Por Diego Cárdenas 


Son diversas las miradas, tendencias y metodologías que sobre la teoría y crítica literaria se han propuesto a lo largo de los años y las disciplinas. Algunas más extendidas y aplicadas que otras, la mayoría han aportado en alguna medida a la comprensión del fenómeno y establecido bases para la construcción de nuevas aproximaciones, complementarias o contrarias. El presente texto reseña de manera crítica tres propuestas que sobre el particular presentan algunos de los autores más canónicos del campo, condensando categorías, conceptos y teorías que articulan modelos y nociones de especial interés. Se espera, de manera sucinta, hallar los hilos, seguir las puntadas y ubicar los entramados que permitan elaborar patrones reconocibles evitando a toda costa tornarse en una costura.

Una caja de hilos y retazos: Estructuralismo y crítica literaria de Gérard Genette


Esta disertación, dividida en cuatro partes, versa a grandes rasgos sobre el estructuralismo aplicado a los estudios literarios, algunos de sus autores, componentes y vertientes, sus rasgos de incompatibilidad y complementariedad con la hermenéutica, sus posibles campos de aplicación en manifestaciones literarias específicas, la relación sujeto-objeto en la crítica literaria, la relación de las partes versus el todo, entre otras.

Así, en la primera sección y a propósito de Lévi-Strauss, Genette propone extrapolar a la crítica literaria la naturaleza de bricolage atribuida al pensamiento mítico: un conjunto de herramientas y materiales que, sin ser concebido originalmente para cierto propósito, ni contar precisamente con la especificidad técnica para ello, puede ser empleado colectivamente, logrando una síntesis en cuyo resultado final ningún componente servirá a su función original, sino que dará lugar a algo nuevo. Enfatiza el autor en la condición metalingüística de la crítica literaria, que a diferencia de la musical o pictórica, utiliza la misma sustancia de su cuerpo de estudio: la palabra, el discurso. Por la misma línea, establece comparaciones entre el escritor y el crítico, asignando al segundo la función literaria de operar por medio de signos, interrogando la literatura a través de materiales estructurales como motivos, temas, palabras claves o figuras del discurso. Afirma, no obstante, que a pesar de que el crítico examina un insumo segundo - la literatura como producción ajena- es capaz de invertir los fines y los medios: dar sentido a la obra de otros, a la vez que realiza su propia obra con dicho sentido.

El segundo aparte establece algunas analogías entre el lenguaje y la literatura, siendo que, en el sentido estructuralista más estricto, suele otorgársele mayor importancia en una lengua a los componentes prosódicos (pronunciación y acentuación) que a los semánticos (significado), el autor propone que también literariamente se puede establecer una crítica en sentido similar, enfocada en la forma y la sustancia, desprovista de influencias externas, un estudio inmanente que analice una obra en sí misma sin considerar sus fuentes o sus motivos:

La crítica estructural está purificada de todas las reducciones trascendentales del psicoanálisis, por ejemplo, o de la explicación marxista, pero ejerce, a su vez, una especie de reducción interna atravesando la sustancia de la obra para alcanzar su esqueleto, en una mirada que no es por cierto superficial, sino una penetración de algún modo radioscópica, tanto más exterior cuanto más penetrante. (p. 147)

En el tercer segmento se establece una división del campo literario en dos dominios: la llamada “literatura viva”, percibida esencialmente como aquella canónica y susceptible de ser analizada por la hermenéutica y la de “sentido perdido”, en la que caben literaturas periféricas y populares, fenómenos de “baja cultura” como el folletín, la novela de aventuras o la historieta.  Es esta última, usualmente relegada por la crítica más tradicional, la que podría verse altamente beneficiada por un enfoque estructuralista. También menciona que no es irreconciliable la postura de la hermenéutica con la crítica estructuralista, se trata más bien de una posibilidad de complementación gracias a la cual, la primera interpreta lo sensible y recrea el interior y la segunda reconstruye lo inteligible y examina las partes.

La sección final se aproxima a la idea de literatura como concepto universal, susceptible de irse expandiendo, pero completo en sí mismo. Así, La Ilíada y la Odisea de Homero fueron en su momento obras enciclopédicas capaces de contener cada variable y categoría de la literatura como para un hombre que ha leído un solo libro en su vida este representa su totalidad literaria. La sobre-individualización, afirma, puede ser nociva y lo más deseable para la aproximación estructuralista sería analizar una serie de obras en un periodo de tiempo y luego comparar estos tropos entre sí, analizando tendencias, funciones, cambios y adaptaciones de las formas y los temas, siendo así lo más importante el estudio de las mecánicas, más que de los elementos en sí mismos. Finalmente señala como la evolución tiende a legitimizar o transformar lo que otrora fuera literatura menor o cambiar su función. De este modo, por ejemplo, el verso libre obtiene notoriedad luego de ser denostado por los sonetistas o lo grotesco que era un recurso cómico en el clasicismo se hace trágico en el romanticismo.

El texto, aunque denso y en ocasiones muy abarcador para centrarse en especificidades o llevar un hilo conductor muy estable, recoge valiosos aportes de diversas autoridades, los reinterpreta y ajusta a la visión particular de Genette y propone maneras de valorar la mirada estructuralista, desde un enfoque que señala ventajas y aplicaciones específicas y desmitifica un poco la concepción de estructuralismo como metodología mecánica y desprovista de corazón. Las generalidades de su relevancia y posibilidades son expuestas con claridad por el autor. Una propuesta que tiene tanto de textual como de textil.


La confección ideológica: Hacia una ciencia del texto de Terry Eagleton


Este segundo escrito da inicio con una pequeña introducción sobre el autor inglés. Se señala su cercanía con el marxismo y la nueva izquierda británica y su interés por la relación literatura e ideología, mediada por el estructuralismo y posestructuralismo. Este preámbulo anticipa el interés de Eagleton por defender la separación entre ideología y texto literario, aseverando que lo segundo no puede ser mera imagen de la primera y proyecta la premisa de que el texto tiene la facultad de transformar la historia en ficción y resignificarla. Se define esta ideología como una “formación compleja que inserta a los individuos en la historia, de variadas maneras, permitiendo distintos tipos y grados de acceso a esa historia” (p.355)


Ya entrados en el pasaje original de Eagleton, la propuesta es que es el texto literario el que produce ideología y que pese a la aparente libertad que lo exime de la historia – pues podría creerse que un objeto a menudo ficcional es independiente de las restricciones de la exactitud histórica- por el contrario, aún sigue sujeta a ella y hasta cierto punto la refleja, pues “la obra literaria es la producción de ciertas representaciones de lo real originadas en un objeto imaginario” (p. 358). Sea cual sea la aparente deformación de esta realidad, leve o drástica, verosímil o estrafalaria, el texto no deja de retratar simplemente una versión de su referente, que es la historia misma. Para ilustrar el punto, compara Bleak House, la novela de Dickens y “My Love is Like a Red Red Rose”, el poema de Burns. Aduce que, aunque la primera es mucho más identificable con un paisaje, época y circunstancias históricas específicas y el segundo mucho más simbólico y abstracto, ambas constituyen formas de un proceso de representación de la realidad. Estas relaciones entre los tres elementos mencionados, las sintetiza el autor con un acertado diagrama (p. 359):


El aparte final se interesa principalmente por la naturaleza estructural de la crítica, el texto y la ideología. Eagleton afirma que la crítica es un componente específico de la teoría de superestructuras y que esta analiza leyes propias de su objeto, ocupándose entonces no de leyes ideológicas sino de los parámetros que rigen la creación de discursos ideológicos, como lo es, según el autor, la literatura. En la misma línea, afirma que el texto tiene una estructura lograda a través de la ruptura y la descentralización, una estructura que desarma la ideología para reorganizarla de acuerdo a los propios términos del texto, “para procesarla y darle nueva forma en una producción estética” (p. 360). Las interacciones entre el texto y la ideología provocan mutuas alteraciones que los transforman, estructuran, desestructuran y determinan.

Este texto, aunque breve, tiene un horizonte muy claro y en pocas líneas logra exhibir las aristas más esenciales de la cuestión. Con una densidad si se quiere superior al de la lectura anterior, acierta no obstante al establecer analogías muy valiosas que ejemplifican y aclaran algunas de las dudas que naturalmente surgen al aproximarse a una temática meramente conceptual y a menudo difícil de asir. Un pespunte en el que convergen literatura, ideología y crítica en una clara invitación a profundizar en el tema a través de sus fuentes originales y otras producciones del autor. 


  
Puntada sin dedal: La muerte del autor de Roland Barthes


No deja de ser curioso analizar académicamente un texto del semiólogo francés a quien la crítica universitaria tanto se opuso en un principio. No obstante, como se resume en su breve introducción, el llamado líder de la nouvelle critíque presenta en este texto algunos de sus postulados más agudos y que recogen, breve pero efectivamente, buena parte de sus propuestas: la relación entre ideología y lenguaje, la ausencia de una posición determinante del autor en el sentido de su obra y el texto y la escritura como resultado de un ejercicio colectivo con múltiples fuentes, un acto repetidor que conjuga obras previas.

Haciendo uso de una cita de Balzac, Barthes ilustra cómo la escritura es un lugar imparcial que constituye la “destrucción de toda voz”: resulta imposible determinar si lo narrado es relatado por el autor, el personaje, el individuo, la sociedad, el bagaje cultural acumulado y reproducido a través de muchas generaciones, entre otras. A diferencia de la antigüedad, cuando el relato estaba a cargo de un chamán que mediaba las voces múltiples que lo componían pero que nunca demandaba propiedad sobre él, el concepto de autoría parece ser más bien reciente, impulsado por el deseo de prestigio de la “persona humana” que la reforma, el empirismo británico, el racionalismo galo y el positivismo como heredero del capitalismo pregonaron. Esto se ve frecuentemente reforzado por la idea de que el significado oculto de la obra está siempre permeado por la vida de su productor, como si un libro fuese un vehículo de infidencias velado.

Hilando esta idea, Barthes presenta algunos de escritores  y corrientes que obraron de diferente forma respecto a este predicamento: Mallarmé, que reemplazó la figura del autor por la del propio lenguaje y la impersonalidad, Valéry, que puso en duda al autor y designó a la literatura como un fenómeno eminentemente verbal , Proust que hizo de su vida una novela modelada a partir de su propio libro y no a la inversa como suele suceder y el surrealismo que desafió el rol del autor con la escritura automática. Y es que este alejamiento del autor se manifiesta desde el tiempo mismo, no hay un antes ni un después, el escritor moderno es simultáneo a su texto “No es en absoluto el sujeto cuyo predicado sería el libro; no existe otro tiempo que el de enunciación y todo el texto está escrito eternamente aquí y ahora” (p. 223). Escribir entonces, no se puede restringir a una exigua labor de registro y representación, sino que debería ser un acto performativo, una forma verbal conjugada en “primera persona y en presente en la que la enunciación no tiene más contenido (más enunciado) que la que ella misma profiere” (p. 223).

Así las cosas, El autor cuestiona el origen único del texto, lo que lo tornaría en cierto sentido “teológico”, al imitar a un hacedor divino y por el contrario insiste en su entramado de fuentes colectivas, inagotables y a veces irrastreables, una suerte de repositorio del que quien escribe se sirve en infinitas combinaciones, complementos y contradicciones a voces que le antecedieron. “La vida nunca hace otra cosa que imitar al libro, y ese libro mismo no es más que un tejido de signos, una imitación perdida, que retrocede infinitamente” (p. 223). Asignar autor a un texto, sentencia Barthes, sería agotar su sentido, cerrar sus posibilidades de interpretación ¿qué labor tendría la crítica en un escenario de esta naturaleza? No es entonces el origen de la escritura lo que da valor al texto sino su destino, representado en quien es capaz de desentrañar, rehacer y reinterpretar sus significados e implicaciones, aquel que germina irrigado con la sangre del moribundo autor: el lector.

Pocos postulados logran en tan pocas páginas atacar de manera tan contundente al establecimiento. Tras poco más de medio siglo, las palabras de Barthes siguen siendo punzantes, audaces y no por ello menos estimables. Su ruptura con la crítica tradicional y la instigación indispensable de una nueva escuela hacen de esta propuesta un objeto de estudio notorio aun cuando desde entonces se han revaluado, complementado o refutado ciertos corolarios asociados. De cualquier manera, esta chispa de ignición es todavía vigente: la muerte del autor desde entonces ha re-animado indudablemente a la crítica. Que la desaparición de la aguja no nos impida ver el bordado.

La función del costurero: ¿Qué es un autor? de Michel Foucault.


Esta nueva lectura da inicio también con una caracterización del autor. Se resalta la naturaleza interdisciplinaria de su corte investigativo y su interés por campos tan diversos como la dominación, las formas de regulación del discurso, el poder y el conocimiento. En este aparte se aclara que el texto es una transcripción de la conferencia que Foucault pronunció en 1969 ante la Sociedad Francesa de Filosofía y su posterior discusión. A manera de abrebocas, se anticipa cómo la disertación es de alguna manera una respuesta a La muerte del autor de Roland Barthes y que versa sobre la definición de autor, no como una persona real sino como varias llamadas “posiciones-objeto” que ejercen una función particular.

Adentrados en la conferencia, Foucault habla de la noción de autor como momento fundamental de determinación de lo individual, como una unidad esencial en la relación de este con la obra. En este sentido, presenta dos temas importantes: la escritura como independiente de la expresión y la relación de la escritura con la muerte. Sobre lo primero señala que a pesar de que la escritura es un fenómeno mayormente auto-referencial, no está privada de la posibilidad de alcanzar el mundo exterior gracias a la naturaleza de sus significantes y que constantemente está bordeando y rebasando sus límites y reglas, un ejercicio en el que el sujeto escritor no cesa de desaparecer. En cuanto a lo segundo, ilustra como por ejemplo los héroes griegos accedían gustosos a la muerte si esta significaba su paso a la inmortalidad a través de la narración y la epopeya y cómo de manera contrastiva, en Las mil y una noches es la palabra la que mantiene a raya a la parca cada noche, aplazándola una y otra vez gracias a las historias de Scherezade. Por línea similar, el autor debe a menudo renunciar a su existencia e individualidad para producir la narración, ocasionalmente acercándose incluso a la muerte literal a partir de privaciones económicas, tribulaciones mentales o agotamiento físico, lo que se traduce en que “la marca del escritor ya no es más que la singularidad de su ausencia; tiene que representar el papel del muerto en el juego de la escritura.” (p. 230)

Pese a lo anterior, advierte Foucault, que existen por lo menos dos nociones que siguen siendo problemáticas para el perfeccionamiento esta desaparición. De la primera de ellas, la noción de obra, se dice a menudo que no tendría que ser analizada en función de sus relaciones con su autor, sino en su configuración interior, su composición y sus entresijos. No obstante, surgen los inconvenientes ante la dificultad de desligar a un autor de su producción, del legado que deja tras de sí escrito en lo que tradicionalmente se conoce como “obra” y que a menudo se trata como equivalente a él mismo. ¿Forman parte de ella, además de los escritos publicados, los inéditos, borradores, cartas y diarios…asuntos tan aparentemente banales como una factura garabateada, una agenda de compromisos sociales? La unidad insinuada por el concepto de obra es ciertamente tan compleja como la propuesta ausencia del autor. La siguiente noción es la de la escritura y su conflicto se anida en la naturaleza trascendental que posee. Si bien se ha intentado asignar preponderancia a la condición general de todo texto, tratando de desligarlo como en el caso de la obra, de quien lo escribió, esta omisión deliberada ha hecho poco menos que reproducir empíricamente a un autor anónimo. Sugiere Foucault que este afán por borrar los rastros del autor ha dado lugar a una modalidad religiosa: la escritura así concebida invita a una suerte de exégesis en la que sentidos ocultos deben ser encontrados y el texto criticado, otorgando una suerte de irónica inmortalidad al autor que inicialmente se buscaba “asesinar”.

Ilustrado este punto, el conferencista pasa a otra cuestión nebulosa: el asunto del nombre de autor. “El nombre de autor es un nombre propio” pero “(…) no es exactamente un nombre propio como los otros” (p.232) pues no se limita a lo indicativo, toda vez que ejerce funciones de descripción, estableciendo vínculos entre un sujeto y aquello que literariamente ha producido, pero aunque tiene un cierto nexo con lo que nombra, su sentido no se agota allí. No podría decirse por ejemplo que “Aristóteles” es exclusivamente equivalente a Analíticos o fundador de la ontología, a riesgo de desconocer muchas otras de sus dimensiones. Similarmente, si se descubriese que el lugar de nacimiento de Shakespeare es otro o se descubriera su inexistencia, podría ponerse en duda la autoría de sus sonetos. Consideraciones de esta naturaleza se extienden a escritores históricamente inciertos o incluso a pseudónimos y nombres de pluma. El nombre de autor no es entonces un mero y sustituible elemento del discurso como un sujeto genérico, sino que por el contrario inherentemente caracteriza, agrupa, delimita, contrasta y compara un corpus de textos asociados a una identidad literaria. De esta forma, Foucault propone que en la sociedad occidental existen discursos dotados o no de la “función de autor”: una carta puede tener un remitente, un contrato un signatario, un grafiti un redactor, más ninguno de ellos tiene propiamente un autor.

Habiendo establecido esto, Foucault pasa a caracterizar cuatro rasgos de dicha función de autor:
Constituyen objetos de apropiación: Los textos dejaron de ser atribuidos a personajes míticos o indeterminados y a tener autores “reales” en la medida en que alguien podía ser castigado o señalado a partir de su discurso trasgresor, ilícito o profano. A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, cuando fue incluido gracias a las regulaciones de derechos de autor, dentro del característico sistema de propiedades de la sociedad occidental, se legitimizan simultáneamente el peligro de la autoría y la posesión sobre ella.

No se ejerce de manera universal y constante sobre todos los discursos: Inicialmente las narrativas y líricas se ponían en circulación sin que su carencia de autor supusiera problema alguno, caso distinto al de los textos científicos (médicos, geográficos, biológicos) que desde la edad media solo se validaron si poseían un autor reconocido. A partir de los siglos XVII y XVIII, curiosamente la relación se invierte, permitiendo que los textos científicos se enmarquen en un sistema general cuya presencia mutua otorga la validez suficiente, mientras que los productos literarios solo pueden ser reconocidos a partir de la existencia de un escritor, fecha y circunstancia.

No se forma espontáneamente como la atribución de un discurso a un individuo: Esta función tiene su fuente en un particular sujeto de razón con facultades creadoras que se designa como autor. Reflejo de la técnica utilizada por San Jerónimo para comprobar la autenticidad de textos religiosos, la crítica y teoría literaria busca encontrar unidad estilística, plausibilidad histórica, coherencia de discurso o ideología y una cierta uniformidad en sus formatos, para validar la función de autor.

No es una reconstrucción simple y pura que se hace de segunda mano a partir de un texto como material inerte: A diferencia de un texto desprovisto de la función de autor, en el que los pronombres, la conjugación de los verbos y los adverbios siempre remiten a quien lo escribió, en aquellos textos que sí la poseen, esta gramática opera de forma diferente. Por ejemplo, en una novela escrita en primera persona no experimentamos la voz del autor sino a menudo de un hablante ficticio, presencia que fracciona entonces el ego del autor propiciando la presencia simultánea de varias posiciones-sujeto. 

Seguidamente, la conferencia migra hacia los llamados autores “transdiscursivos” aquellos que no solo escribieron una obra, sino que, por ser de alguna manera novedosos o fundacionales permitieron o generaron la aparición de otros textos análogos, complementarios o contradictorios basados en su producción (el caso de Freud con el psicoanálisis o de Marx con El Capital). En este sentido, se habla del llamado “regreso al origen” del texto, que cuando no se trata de autores fundacionales es incapaz de alterar su esencia pero que en el caso contrario la modifica irremediablemente: “Reexaminar el texto de Galileo puede cambiar el conocimiento que tenemos sobre la historia de la mecánica, pero no puede cambiar nunca a la mecánica misma. En cambio, reexaminar los textos de Freud modifica al psicoanálisis mismo, y los de Marx, al marxismo. No hay posibilidad del que el redescubrimiento de un texto” (p. 240).

Foucault cierra su disertación con las razones que lo han llevado a determinar el tema de la función de autor como una cuestión relevante. En primera instancia menciona que un análisis extenso de los textos considerando las categorías y relaciones mencionadas a lo largo de la presentación, permitiría establecer una tipología discursiva y sus propiedades, una de estas las diferentes formas de vínculos del texto con el autor. En segundo lugar, sugiere que la exploración de la función de autor podría permitir el estudio histórico del discurso pues a través de dicha función podrían percibirse con mayor exactitud sus modos de circulación, valoración, apropiación y atribución.  La “desaparición” del autor debería entonces quitarle al mismo su cimiento originario para tornarse más bien en un componente complejo del discurso. Importante como es esta función, Foucault no obstante concibe la posibilidad de una cultura en la que los textos anónimos circulen sin importar quién dijo qué.

El autor, si acaso podemos llamarlo así dada la índole de su discurso, presenta asuntos de capital importancia en cuanto a la percibida ausencia o mimetismo del autor y determina una función que reafirma y valora. Si bien se torna quizás muy abstracto y oscuro en algunos de sus pasajes - un rasgo que su audiencia señaló en su momento- es entendible dado que como bien aclara, se trata de una propuesta general, un trabajo de primera fase que presenta para la discusión y retroalimentación. El valor más trascendente de esta conferencia es el de la ubicación de rasgos propios de la función y que con los ejemplos y aclaraciones brindadas, encuentro muy plausibles. El desplazamiento del foco desde el rol de trascendencia por propiedad intelectual al de preeminencia por función escritural es sin duda una discusión fascinante y un bello ribete de la proposición de Barthes.
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Tras el análisis de estas propuestas teóricas y críticas, son evidentes las intersecciones y desencuentros entre los autores abordados. Más allá de eso, resulta innegable que sus discursos se imbrican y es a trasluz que se observan sus fibras: el gran tapiz de la crítica, variopinto y multicolor está a hecho a base de la urdimbre de los discursos colectivos.  




Referencias
ARAÚJO, Nara y Teresa delgado (eds). Textos de teorías y crítica literarias. (del formalismo a los estudios poscoloniales). México: Antropos. Universidad Autónoma metropolitana, 2010.