Por Diego Cárdenas
Siendo la novelística
latinoamericana una plagada de violencia y muerte como manifestación misma de
la cultura que la parió, es apenas coherente que de entre sus páginas se haya
recogido una abundante cosecha de cadáveres. A pesar de su aparente uniformidad,
estos cuerpos pueden ser tan variopintos como las causas de sus decesos,
ofreciendo rasgos narratológicos, simbólicos y estilísticos sumamente
interesantes que bien vale la pena analizar con el fin de determinar
características que los agrupen o diferencien. Así pues, el presente texto
abordará y examinará, en una suerte de autopsia literaria, la aproximación al
cadáver en las obras Crónica de una
muerte anunciada de Gabriel García Márquez, Plata quemada de Ricardo Piglia y Santa Evita de Tomas Eloy Martínez.
Para efectos de la presente
pesquisa, se considerará como cadáver todo aquel cuerpo humano o animal que,
por efectos de la enfermedad, la violencia o el tiempo, haya cesado sus
funciones vitales más básicas y sea percibido por sus congéneres, como muerto.
Solemnidad
y profanación. El cadáver en Crónica de
una muerte anunciada
Inicialmente, habría que considerar
la dignidad inherente que se asocia al cadáver en esta novela. Un deber ser de
respeto y solemnidad que tendría que dar cuenta de una moral religiosa que
venera la creación divina aun en su estado inerte. Incluso los muertos tendrían
que ser objeto de la consideración y buen trato de los vivos pese a que su
percepción y sensibilidad es a todas luces nula. En esta dinámica, se aprecia
como, por ejemplo, Santiago Nasar expresa resquemor ante la aparente brutalidad
con que la criada de su casa, Victoria Guzmán, destaza los cadáveres de un par
de conejos para el almuerzo. Es evidente que Guzmán hace uso de una crudeza
desmedida con el fin de causar incomodidad al hijo de su patrón:
(…) Pero no pudo
eludir una rápida ráfaga de espanto al recordar el horror de Santiago Nasar
cuando ella arrancó de cuajo las entrañas de un conejo y les tiró a los perros
el tripajo humeante.
-No seas bárbara
-le dijo él-. Imagínate que fuera un ser humano.
(…) Sin embargo,
tenía tantas rabias atrasadas la mañana del crimen, que siguió cebando a los
perros con las vísceras de los otros conejos, sólo por amargarle el desayuno a
Santiago Nasar. (p 9)
Se encuentra acá una aparente
contradicción. Un hombre que está más que habituado a presenciar muertes de
animales debido a sus costumbres gastronómicas, sus oficios como administrador
ocasional de una hacienda y sobre todo por sus hábitos de caza, se estremece no
obstante al ver el destripamiento desenfadado de un conejo. Aunque este asunto
por supuesto tiene connotaciones premonitoras respecto de su propia muerte,
deliberadamente incluidas por el autor y a las que se volverá más adelante, no
deja de ser evidente que hay en su bagaje cultural algo que le perturba
respecto del inadecuado tratamiento recibido por el fiambre.
No es este el único caso
relacionado con animales. Es notorio cómo se emplea el término “sacrificio” en
repetidas ocasiones a lo largo de la novela. Un término que se ha naturalizado
incluso fuera de la literatura, en la vida cotidiana, sin que se le preste
mucha atención a sus connotaciones. Del latín “Sacro Facere”, entiéndase “hacer sagrado”, honrar, enaltecer o dedicar,
el sacrificio sigue implicando un ritualismo religioso que tendría que alejarse
del vulgar asesinato. Se aprecia entonces como en algunos pasajes de la
narración, se alude de manera casual a la disposición de un lugar que no es
difícil imaginar como sitio de ofrenda “En el fondo del patio, los gemelos tenían
un criadero de cerdos, con su piedra de sacrificios y su mesa de destazar” (p
19). De forma similar, se evidencia una curiosa conmiseración por los cadáveres
animales a consumir, exhibiendo cierto respeto y fraternidad por ellos:
«Cuando
uno sacrifica una res no se atreve a mirarle los ojos». Uno de ellos me dijo
que no podía comer la carne del animal que degollaba. Otro me dijo que no sería
capaz de sacrificar una vaca que hubiera conocido antes, y menos si había
tomado su leche. (p 24)
Llega a tanto el aparente protocolo
que, en un esfuerzo por no humanizar el sacrificio, se evita bautizar
“cristianamente” a los futuros cadáveres para consumo: “los hermanos Vicario
sacrificaban los mismos cerdos que criaban, y les eran tan familiares que los
distinguían por sus nombres. «Es cierto -me replicó uno-, pero fíjese que no
les ponían nombres de gente sino de flores.»” (p 24).
Si es este el culto que se le rinde
a un animal, podrá entenderse la veneración ejercida sobre un cadáver humano. De
esta manera, toda una multitud se agolpa para visitar a Santiago Nasar tras su
asesinato. Los muebles son retirados de la sala y la peregrinación para
contemplar al recién fallecido llena la casa. Es notorio el afán por conservar
o impostar tanto como sea posible los rasgos de humanidad y vitalidad en un
cadáver. Lo imperecedero pareciera ser un atributo de la divinidad, por lo que
se exalta y admira cualquier característica que pudiera hacer lucir vivo a un
occiso. Las facciones del cadáver evocan sus otrora expresiones y rutinas y se
aplican grandes esfuerzos y precauciones para evitar su pronta descomposición:
Habían llevado los ventiladores de los
dormitorios, y algunos de las casas vecinas (…) hasta entonces no había temor
alguno por el estado del cuerpo. La cara había quedado intacta, con la misma
expresión que tenía cuando cantaba, y Cristo Bedoya le había vuelto a colocar
las vísceras en su lugar y lo había fajado con una banda de lienzo. (p 32)
Sin embargo, es a este punto cuando
se puede observar el opuesto a la reverencia hasta ahora aplicada a los
cadáveres. Vale la pena recordar que hay una validación casi generalizada de
parte de las gentes del pueblo –autoridades eclesiásticas y civiles incluidas-
respecto del crimen del que Nasar fue víctima. Asumiendo su culpabilidad,
muchos consideran el asesinato como justicia ante una ofensa severa. De esta
manera, un cadáver que en vida ha pecado, bien merece sufrir una segunda muerte
y descomponerse rápidamente y de manera exagerada. Pudiera ser esta
putrefacción acelerada un signo de impureza moral y corrupción del espíritu. La
deformación de los rasgos amables de Nasar, a ojos religiosos, pueden dar
cuenta de un desenmascaramiento de sus falencias de carácter y proceder.
En la tarde
empezaron a manar de las heridas unas aguas color de almíbar que atrajeron a las
moscas, y una mancha morada le apareció
en el bozo y se extendió muy despacio como la sombra de una nube en el agua
hasta la raíz del cabello. La cara que siempre fue indulgente adquirió una
expresión de enemigo, y su madre se la cubrió con un pañuelo. (…) Fue una
masacre (p 30-31)
Con la excusa de una autopsia mal
ejecutada y sin validez legal, el cadáver sufre una sórdida profanación. No hay
reparo ni consideración por sus despojos. En un giro muy bien ejecutado por el
autor, Nasar termina padeciendo eso que no le deseó ni a los animales que se
habría de almorzar: el abuso y la mutilación de su cuerpo. Los mismos perros
ansiosos de engullir las tripas de los conejos posteriormente se excitan por el
aroma de las propias vísceras de su amo. Por el hedor de su muerte. Como un
macabro escarmiento merecido por su incierto yerro, el cadáver es vejado una y
otra vez.
Nos devolvieron
un cuerpo distinto. La mitad del cráneo había sido destrozado con la trepanación,
y el rostro de galán que la muerte había preservado acabó de perder su identidad.
Además, el párroco había arrancado de cuajo las vísceras destazadas, pero al final
no supo qué hacer con ellas, y les impartió una bendición de rabia y las tiró
en el balde de la basura. (p 33)
Es de esta forma como la fascinación del populacho por
el muerto se extingue y el despojo es inhumado sin mayor rito ni contemplación.
Con la misma facilidad que se venera un cadáver se le desestima, maltrata y
olvida, una evidencia más de lo que hasta ahora se propone: la dualidad
solemnidad/profanación en Crónica de una
muerte anunciada.
A los últimos
curiosos asomados a las ventanas de la escuela pública se les acabó la
curiosidad, el ayudante se desvaneció (…) El cascarón vacío, embutido de trapos
y cal viva, y cosido a la machota con bramante basto y agujas de enfardelar,
estaba a punto de desbaratarse cuando lo pusimos en el ataúd nuevo de seda
capitonada. «Pensé que así se conservaría por más tiempo», me dijo el padre
Amador. Sucedió lo contrario: tuvimos que enterrarlo de prisa al amanecer,
porque estaba en tan mal estado que ya no era soportable dentro de la casa. (p
33)
Deshumanización,
instrumentalización e inconsciencia. El cadáver en Plata quemada.
Tal vez resulte ingenuo señalar la
deshumanización de un cadáver. Muchos estarían de acuerdo en afirmar que una
vez el cuerpo ha perdido sus funciones vitales, dicha entidad inerte pierde también
su estatus humano. Esto, no obstante, es llevado al extremo en la novela del
escritor argentino Ricardo Piglia, toda vez que el respeto y veneración
presentados en el apartado dedicado a la novela anterior, desaparecen casi por
completo en Plata Quemada. Los
cadáveres, a menudo “frescos” e invariablemente producto de una acción violenta
son tratados con total abandono, objetivados y desprovistos de cualquier asomo
de solemnidad. Conforme las páginas avanzan, la pila de cuerpos escala con
desparpajo estadístico y rara vez se observa alguna reacción muy afectada de
perpetradores, agentes de la ley o mirones.
En este orden de ideas, en varios
apartes se narra con tono clínico, antiséptico, el acumulado de víctimas o las
condiciones de sus cadáveres. A veces se imita el estilo noticioso que tanto
normaliza la barbarie al punto de desensibilizar al espectador y apelar solo a
su morbo. Una fría enumeración de detalles vomitados sin mayor empatía:
A
través del boquete practicado desde la casa vecina, se vieron los cuerpos de
los dos pistoleros, yacentes y con innumerables orificios de bala (…) el cuerpo
totalmente tinto en sangre del pistolero yacía boca arriba, bañado en una
inmensa ola de sangre que se extendía por toda la superficie del living. A
pocos centímetros de él, el otro pistolero yacía bañado igualmente en su propia
sangre. El primer pistolero vestía “blue jeans” y camisa blanca y a su lado un
arma: una metralleta Thompson. El segundo pistolero llevaba un pantalón azul y
camisa marrón. (p 158)
En otros casos, las descripciones
explícitas contrastan para garantizar la eliminación de cualquier posibilidad
de romantización o enaltecimiento del cadáver. Ni el valor ni la virtud eximen
del indigno fin al que el cuerpo humano se ve abocado, independientemente de su
moralidad.
Más
que dos jóvenes que se hubieran marchado de esta vida parecía que (…) lanzados
por una mezcladora de cemento, no hubiera más que trozos de huesos, pedazos de
intestinos y tejidos colgantes a los que era imposible suponer que habían
estado dotados de vida. (…) los que mueren en un tiroteo son desgarrados por
los tiros y trozos de sus cuerpos quedan desparramados en el piso, como restos
de un animal salido del matadero. (p 113)
Los cadáveres insepultos son
habituales y como despojos arrojados a un basurero, suelen terminar en zanjas,
cunetas, pasillos y otros lugares poco adecuados para el descanso final. La
desacralización de los restos es innegable y a veces parecieran tornarse en
nada más que tétrico ornamento del paisaje.
Por la misma línea, los cuerpos
parecen tener un propósito instrumental. La muerte tiene un fin específico en
cada caso. Trascendental o insustancial, lógica o absurda, la transición
forzada de ser viviente a cadáver sirve algún objetivo en el que las contemplaciones
y limitaciones de la moral humana más tradicional suelen no tener cabida. Así, Dorda,
por ejemplo, racionaliza la necesidad de un cadáver más en función de la saña
que carga hace años contra la fuerza pública. Instrumentaliza el cuerpo y se
sirve de él como un engranaje para mover la maquinaría que eventualmente,
piensa ingenuo, erradicará la masa policial. Lo procesa como un objeto que ha
de servirle para una tarea puntual.
Lo
había matado porque sí, el Gaucho Dorda, no porque el policía representara una
amenaza. Lo había matado porque odiaba a la policía más que nada en el mundo y
pensaba de un modo irracional que cada policía que el mataba no iba a ser
reemplazado. “uno menos “era la consigna del Gaucho, como si fuera yendo
disminuir la tropa de un ejército enemigo cuyas tropas no podían ser renovadas.
Si mataba policías todo el tiempo, al toque, sin asco, como quien caza
gorriones, los mierda con alma de cana (que nacen con alma de cana, de
guanacos) iban a pensar dos veces antes de dejarse llevar por su vocación de
verdugos, iban a tener miedo de ser boleta y entonces (concluía) cada día la
yuta iba a tener menos tropa. (p 30)
Por último en este segmento, la novela insiste en presentar
una inadvertida transición entre el estado de ser viviente al de cadáver. No
hay una consciencia de paso, un viaje místico, un rememorar cinematográfico de
las acciones pasadas. La cruda simplicidad del suceso despoja de todo valor a
la existencia y la equipara, si se quiere, a la muerte. Más allá de su
percibida integridad o su proceder en vida, del mismo modo se vuelve cadáver un
policía: “Pero el que había muerto aquí (…) había muerto enseguida sin que su
cuerpo tuviera la posibilidad de registrar el más mínimo asombro o comprensión”
(p 114) o un bandolero: “Mereles (…) había entrado en la cocina para buscar un
ángulo de tiro y murió sin darse cuenta, como si el movimiento de ir hacia la
luz de la ventana lo hubiera sacado del mundo.”. (p 147). La muerte no
discrimina y reduce al ser a la misma condición de occiso, sin miramientos.
Inmortalidad,
suplantación y juego figurativo. El cadáver en Santa Evita.
En una obra que gira por completo
en torno a un cadáver, son muchas las indagaciones y estudios que se pueden
hacer sobre el particular. Es por esta razón que se ha decidido abordar tres
aspectos esenciales. En primer lugar, vale la pena centrarse en el tema de la
inmortalidad. Pudiera resultar paradójico sugerir la inmortalidad de un cuerpo
que literalmente ha muerto, pero más que gracias a su vida, Evita, el personaje
histórico y el de la novela – cuyos límites en la narración de Martínez se
difuminan por completo- alcanza definitivamente la perpetuidad a través de su
cadáver.
Ya se ha mencionado previamente en
este texto la importancia que algunas gentes confieren a la incorruptibilidad
de un cadáver. Símbolo de pureza e integridad, es comprensible entonces que el
culto a un cuerpo que se mantuvo casi intacto por años enteros haya alcanzado
cotas mesiánicas. “No dejés que me olviden” le pide encarecidamente Evita al
General Perón antes de morir y gracias a una combinación de circunstancias
afortunadas, funestas y hasta macabras, su deseo se ve cumplido con creces. Los
talentos científicos –bien pudiera decirse artísticos- del anatomista encargado
del embalsamamiento y posterior cuidado del cuerpo, resultan en una
conservación casi sobrenatural que maravilla a propios y extraños. El autor
dedica multitud de páginas a entregar detalles y caracterizaciones de las
vívidas condiciones del cadáver y el efecto aturdidor que este tiene en sus
observadores.
La
propia madre, doña Juana Ibarguren, se había desmayado durante una de las
visitas al creer que la oía respirar. Dos veces el viudo la había besado en los
labios para romper un encantamiento que tal vez fuera el de la Bella Durmiente.
De las transparencias del cuerpo brotaba una luz líquida, inmune a las
humedades, a las tormentas y a las desolaciones del hielo y del calor. Estaba tan
bien conservada que hasta se veía el dibujo de los vasos sanguíneos bajo el
cutis de porcelana y un rosado indeleble en la aureola de los pezones. (p 26)
La disposición misma del espacio donde
inicialmente mora el cuerpo recuerda un altar. Un lugar de adoración diseñado
para una deidad sempiterna, propio de un ser para quien la eternidad está
reservada. No es caprichoso el título de “Santa Evita” pues son muchos los
fieles que el influjo del cadáver acapara.
Los
visitantes, que llegaban preparados para observar una maravilla científica, se
retiraban convencidos de que en verdad les habían mostrado un acto de magia.
Evita estaba en el centro de una enorme sala tapizada de negro. Yacía sobre una
losa de cristal, suspendida del techo por cuerdas transparentes, para dar la
impresión de que levitaba en un éxtasis perpetuo. (…) Ante el prodigio del
cuerpo flotando en el aire puro, los visitantes caían de rodillas y se
levantaban mareados. La imagen era tan dominante, tan inolvidable, que el
sentido común de las personas terminaba por moverse de lugar. (p 27)
Incluso entre sus contradictores
más acérrimos, la inmortalidad del cuerpo de Evita es incuestionable. Llegados
a cierto punto, el cadáver inmortal muta en algo aún más peligroso que la
eternidad tangible de sus despojos. El cadáver es ahora una idea. Una noción
que se ha mezclado con el cuerpo mismo de la nación argentina y con el que
todos tienen que ver en mayor o menor medida. Su relación intrínseca con el
imaginario colectivo multiplica el potencial de permanencia de lo que la
difunta representa. Lejos de corromperse, el cadáver ha sido asimilado por su
tierra, es inexorablemente uno con ella.
Tal
vez ya es tarde – dice Arancibia, el Loco-. Hace dos años se podía. Si
hubiéramos matado al embalsamador, el cuerpo se habría corrompido solo. Ahora
es un cuerpo demasiado grande, más grande que el país. Está demasiado lleno de
cosas. Todos le hemos ido metiendo algo adentro: la mierda, el odio, las ganas
de matarlo de nuevo. Y como dice el Coronel, hay gente que también le ha metido
su llanto. Ya ese cuerpo es como un dado cargado. (p 154)
En segunda instancia, la idea de la
suplantación es asimismo patente en Santa
Evita. La novela presenta un constante desfile de artificios,
incertidumbres y puntos de giro en lo que se refiere al cadáver de Evita. La
duda se siembra en cada tramo de la narración, confundiendo al lector sobre la
veracidad de los hechos y generando un entramado aún más complejo en una
situación histórica llena de vacíos e inexactitudes. Los despojos restaurados
de la mujer se tornan en instrumento para el desarrollo de una narrativa
deliberadamente imprecisa, azarosa y en ocasiones contradictoria y se posan en
el centro de múltiples líneas argumentales que se interceptan.
De este modo, el autor se vale de
diversas argucias para que nunca se pueda tener total certeza del estatus del
cadáver. Evita se hace por completo inasible, sea porque el nivel de pericia
del embalsamador logra una perfección tan inverosímil que genera dudas sobre su
identidad: “Hemos ordenado que le saquen radiografías (…) tiene todas las
vísceras. A lo mejor el cuerpo es un engaño, o es de otra” (p 24), porque
efectivamente se crean duplicados perfectos de la fallecida con el fin de
despistar y confundir a posibles enemigos: “cuando el gobierno de su yerno
empezó a desbarrancarse, pedí que me hicieran estas copias, por precaución. Si
Perón cae, me dije, Evita será el primer trofeo que van a buscar los
vencedores.” (p 54) o porque se achacan a la finada suplantaciones y
correspondencias mucho más alegóricas:
No es
el cadáver de esa mujer sino el destino de Argentina. O las dos cosas, que a
tanta gente le parecen una. Vaya a saber cómo el cuerpo muerto e inútil de Eva
Duarte se ha ido confundiendo con el país. (p 34)
Finalmente, mencionar que el juego
figurativo más evidente en la obra bien podría equipararse al ejercicio de un
cadáver exquisito. Un relato construido a partir de múltiples manos, con voces
que hablan de un mismo tema pero que se superponen y a veces se refutan mutuamente,
con prolepsis y analepsias recurrentes, una cronología no lineal y un sinfín de
narradores en los que no se puede confiar del todo por tener versiones
encontradas. Un cadáver exquisito acerca de un cadáver: la metáfora última
representada en Santa Evita.
***
A modo de conclusión y tras el
recorrido realizado por las tres novelas – si se han de tomar estas como
representativas de la novelística latinoamericana del siglo XX-puede afirmarse
que la figura del cadáver en la literatura de la región, es prevalente. Con
puntos de encuentro como los cadáveres insepultos, los cuerpos en exhibición,
la veneración por lo impoluto, la violencia como principal generadora de
difuntos y con aproximaciones muy sui generis como la podredumbre acelerada del
difunto culposo, el interés por el cadáver animal, la objetivación del muerto,
el occiso como deshecho o el embalsamamiento extremo del mismo, es innegable la
apropiación narrativa recurrente de un concepto que a veces resulta tan
dolorosamente endémico en nuestra cultura.
Referencias
García Márquez, Gabriel (1981). Crónica De Una Muerte
Anunciada. Oveja Negra. Bogotá.
Martínez, Tomas Eloy
(1995). Santa Evita. Planeta. Buenos
Aires.
Piglia, Ricardo (1997).
Plata Quemada. Penguin Random House
Grupo Editiorial. Barcelona.