lunes, 16 de marzo de 2020

Notas necrológicas: el cadáver en tres novelas latinoamericanas


Por Diego Cárdenas


Siendo la novelística latinoamericana una plagada de violencia y muerte como manifestación misma de la cultura que la parió, es apenas coherente que de entre sus páginas se haya recogido una abundante cosecha de cadáveres. A pesar de su aparente uniformidad, estos cuerpos pueden ser tan variopintos como las causas de sus decesos, ofreciendo rasgos narratológicos, simbólicos y estilísticos sumamente interesantes que bien vale la pena analizar con el fin de determinar características que los agrupen o diferencien. Así pues, el presente texto abordará y examinará, en una suerte de autopsia literaria, la aproximación al cadáver en las obras Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez, Plata quemada de Ricardo Piglia y Santa Evita de Tomas Eloy Martínez.

Para efectos de la presente pesquisa, se considerará como cadáver todo aquel cuerpo humano o animal que, por efectos de la enfermedad, la violencia o el tiempo, haya cesado sus funciones vitales más básicas y sea percibido por sus congéneres, como muerto.



Solemnidad y profanación. El cadáver en Crónica de una muerte anunciada

Inicialmente, habría que considerar la dignidad inherente que se asocia al cadáver en esta novela. Un deber ser de respeto y solemnidad que tendría que dar cuenta de una moral religiosa que venera la creación divina aun en su estado inerte. Incluso los muertos tendrían que ser objeto de la consideración y buen trato de los vivos pese a que su percepción y sensibilidad es a todas luces nula. En esta dinámica, se aprecia como, por ejemplo, Santiago Nasar expresa resquemor ante la aparente brutalidad con que la criada de su casa, Victoria Guzmán, destaza los cadáveres de un par de conejos para el almuerzo. Es evidente que Guzmán hace uso de una crudeza desmedida con el fin de causar incomodidad al hijo de su patrón:

(…) Pero no pudo eludir una rápida ráfaga de espanto al recordar el horror de Santiago Nasar cuando ella arrancó de cuajo las entrañas de un conejo y les tiró a los perros el tripajo humeante.
-No seas bárbara -le dijo él-. Imagínate que fuera un ser humano.
(…) Sin embargo, tenía tantas rabias atrasadas la mañana del crimen, que siguió cebando a los perros con las vísceras de los otros conejos, sólo por amargarle el desayuno a Santiago Nasar. (p 9)

Se encuentra acá una aparente contradicción. Un hombre que está más que habituado a presenciar muertes de animales debido a sus costumbres gastronómicas, sus oficios como administrador ocasional de una hacienda y sobre todo por sus hábitos de caza, se estremece no obstante al ver el destripamiento desenfadado de un conejo. Aunque este asunto por supuesto tiene connotaciones premonitoras respecto de su propia muerte, deliberadamente incluidas por el autor y a las que se volverá más adelante, no deja de ser evidente que hay en su bagaje cultural algo que le perturba respecto del inadecuado tratamiento recibido por el fiambre.


No es este el único caso relacionado con animales. Es notorio cómo se emplea el término “sacrificio” en repetidas ocasiones a lo largo de la novela. Un término que se ha naturalizado incluso fuera de la literatura, en la vida cotidiana, sin que se le preste mucha atención a sus connotaciones. Del latín “Sacro Facere”, entiéndase “hacer sagrado”, honrar, enaltecer o dedicar, el sacrificio sigue implicando un ritualismo religioso que tendría que alejarse del vulgar asesinato. Se aprecia entonces como en algunos pasajes de la narración, se alude de manera casual a la disposición de un lugar que no es difícil imaginar como sitio de ofrenda “En el fondo del patio, los gemelos tenían un criadero de cerdos, con su piedra de sacrificios y su mesa de destazar” (p 19). De forma similar, se evidencia una curiosa conmiseración por los cadáveres animales a consumir, exhibiendo cierto respeto y fraternidad por ellos:

«Cuando uno sacrifica una res no se atreve a mirarle los ojos». Uno de ellos me dijo que no podía comer la carne del animal que degollaba. Otro me dijo que no sería capaz de sacrificar una vaca que hubiera conocido antes, y menos si había tomado su leche. (p 24)

Llega a tanto el aparente protocolo que, en un esfuerzo por no humanizar el sacrificio, se evita bautizar “cristianamente” a los futuros cadáveres para consumo: “los hermanos Vicario sacrificaban los mismos cerdos que criaban, y les eran tan familiares que los distinguían por sus nombres. «Es cierto -me replicó uno-, pero fíjese que no les ponían nombres de gente sino de flores.»” (p 24).

Si es este el culto que se le rinde a un animal, podrá entenderse la veneración ejercida sobre un cadáver humano. De esta manera, toda una multitud se agolpa para visitar a Santiago Nasar tras su asesinato. Los muebles son retirados de la sala y la peregrinación para contemplar al recién fallecido llena la casa. Es notorio el afán por conservar o impostar tanto como sea posible los rasgos de humanidad y vitalidad en un cadáver. Lo imperecedero pareciera ser un atributo de la divinidad, por lo que se exalta y admira cualquier característica que pudiera hacer lucir vivo a un occiso. Las facciones del cadáver evocan sus otrora expresiones y rutinas y se aplican grandes esfuerzos y precauciones para evitar su pronta descomposición:

Habían llevado los ventiladores de los dormitorios, y algunos de las casas vecinas (…) hasta entonces no había temor alguno por el estado del cuerpo. La cara había quedado intacta, con la misma expresión que tenía cuando cantaba, y Cristo Bedoya le había vuelto a colocar las vísceras en su lugar y lo había fajado con una banda de lienzo. (p 32)

Sin embargo, es a este punto cuando se puede observar el opuesto a la reverencia hasta ahora aplicada a los cadáveres. Vale la pena recordar que hay una validación casi generalizada de parte de las gentes del pueblo –autoridades eclesiásticas y civiles incluidas- respecto del crimen del que Nasar fue víctima. Asumiendo su culpabilidad, muchos consideran el asesinato como justicia ante una ofensa severa. De esta manera, un cadáver que en vida ha pecado, bien merece sufrir una segunda muerte y descomponerse rápidamente y de manera exagerada. Pudiera ser esta putrefacción acelerada un signo de impureza moral y corrupción del espíritu. La deformación de los rasgos amables de Nasar, a ojos religiosos, pueden dar cuenta de un desenmascaramiento de sus falencias de carácter y proceder.

En la tarde empezaron a manar de las heridas unas aguas color de almíbar que atrajeron a las moscas, y una mancha morada le apareció en el bozo y se extendió muy despacio como la sombra de una nube en el agua hasta la raíz del cabello. La cara que siempre fue indulgente adquirió una expresión de enemigo, y su madre se la cubrió con un pañuelo. (…) Fue una masacre (p 30-31)

Con la excusa de una autopsia mal ejecutada y sin validez legal, el cadáver sufre una sórdida profanación. No hay reparo ni consideración por sus despojos. En un giro muy bien ejecutado por el autor, Nasar termina padeciendo eso que no le deseó ni a los animales que se habría de almorzar: el abuso y la mutilación de su cuerpo. Los mismos perros ansiosos de engullir las tripas de los conejos posteriormente se excitan por el aroma de las propias vísceras de su amo. Por el hedor de su muerte. Como un macabro escarmiento merecido por su incierto yerro, el cadáver es vejado una y otra vez.

Nos devolvieron un cuerpo distinto. La mitad del cráneo había sido destrozado con la trepanación, y el rostro de galán que la muerte había preservado acabó de perder su identidad. Además, el párroco había arrancado de cuajo las vísceras destazadas, pero al final no supo qué hacer con ellas, y les impartió una bendición de rabia y las tiró en el balde de la basura. (p 33)


Es de esta forma como la fascinación del populacho por el muerto se extingue y el despojo es inhumado sin mayor rito ni contemplación. Con la misma facilidad que se venera un cadáver se le desestima, maltrata y olvida, una evidencia más de lo que hasta ahora se propone: la dualidad solemnidad/profanación en Crónica de una muerte anunciada.

A los últimos curiosos asomados a las ventanas de la escuela pública se les acabó la curiosidad, el ayudante se desvaneció (…) El cascarón vacío, embutido de trapos y cal viva, y cosido a la machota con bramante basto y agujas de enfardelar, estaba a punto de desbaratarse cuando lo pusimos en el ataúd nuevo de seda capitonada. «Pensé que así se conservaría por más tiempo», me dijo el padre Amador. Sucedió lo contrario: tuvimos que enterrarlo de prisa al amanecer, porque estaba en tan mal estado que ya no era soportable dentro de la casa. (p 33)


  
Deshumanización, instrumentalización e inconsciencia. El cadáver en Plata quemada.

Tal vez resulte ingenuo señalar la deshumanización de un cadáver. Muchos estarían de acuerdo en afirmar que una vez el cuerpo ha perdido sus funciones vitales, dicha entidad inerte pierde también su estatus humano. Esto, no obstante, es llevado al extremo en la novela del escritor argentino Ricardo Piglia, toda vez que el respeto y veneración presentados en el apartado dedicado a la novela anterior, desaparecen casi por completo en Plata Quemada. Los cadáveres, a menudo “frescos” e invariablemente producto de una acción violenta son tratados con total abandono, objetivados y desprovistos de cualquier asomo de solemnidad. Conforme las páginas avanzan, la pila de cuerpos escala con desparpajo estadístico y rara vez se observa alguna reacción muy afectada de perpetradores, agentes de la ley o mirones.

En este orden de ideas, en varios apartes se narra con tono clínico, antiséptico, el acumulado de víctimas o las condiciones de sus cadáveres. A veces se imita el estilo noticioso que tanto normaliza la barbarie al punto de desensibilizar al espectador y apelar solo a su morbo. Una fría enumeración de detalles vomitados sin mayor empatía:

A través del boquete practicado desde la casa vecina, se vieron los cuerpos de los dos pistoleros, yacentes y con innumerables orificios de bala (…) el cuerpo totalmente tinto en sangre del pistolero yacía boca arriba, bañado en una inmensa ola de sangre que se extendía por toda la superficie del living. A pocos centímetros de él, el otro pistolero yacía bañado igualmente en su propia sangre. El primer pistolero vestía “blue jeans” y camisa blanca y a su lado un arma: una metralleta Thompson. El segundo pistolero llevaba un pantalón azul y camisa marrón. (p 158)

En otros casos, las descripciones explícitas contrastan para garantizar la eliminación de cualquier posibilidad de romantización o enaltecimiento del cadáver. Ni el valor ni la virtud eximen del indigno fin al que el cuerpo humano se ve abocado, independientemente de su moralidad.

Más que dos jóvenes que se hubieran marchado de esta vida parecía que (…) lanzados por una mezcladora de cemento, no hubiera más que trozos de huesos, pedazos de intestinos y tejidos colgantes a los que era imposible suponer que habían estado dotados de vida. (…) los que mueren en un tiroteo son desgarrados por los tiros y trozos de sus cuerpos quedan desparramados en el piso, como restos de un animal salido del matadero. (p 113)


Los cadáveres insepultos son habituales y como despojos arrojados a un basurero, suelen terminar en zanjas, cunetas, pasillos y otros lugares poco adecuados para el descanso final. La desacralización de los restos es innegable y a veces parecieran tornarse en nada más que tétrico ornamento del paisaje.

Por la misma línea, los cuerpos parecen tener un propósito instrumental. La muerte tiene un fin específico en cada caso. Trascendental o insustancial, lógica o absurda, la transición forzada de ser viviente a cadáver sirve algún objetivo en el que las contemplaciones y limitaciones de la moral humana más tradicional suelen no tener cabida. Así, Dorda, por ejemplo, racionaliza la necesidad de un cadáver más en función de la saña que carga hace años contra la fuerza pública. Instrumentaliza el cuerpo y se sirve de él como un engranaje para mover la maquinaría que eventualmente, piensa ingenuo, erradicará la masa policial. Lo procesa como un objeto que ha de servirle para una tarea puntual.

Lo había matado porque sí, el Gaucho Dorda, no porque el policía representara una amenaza. Lo había matado porque odiaba a la policía más que nada en el mundo y pensaba de un modo irracional que cada policía que el mataba no iba a ser reemplazado. “uno menos “era la consigna del Gaucho, como si fuera yendo disminuir la tropa de un ejército enemigo cuyas tropas no podían ser renovadas. Si mataba policías todo el tiempo, al toque, sin asco, como quien caza gorriones, los mierda con alma de cana (que nacen con alma de cana, de guanacos) iban a pensar dos veces antes de dejarse llevar por su vocación de verdugos, iban a tener miedo de ser boleta y entonces (concluía) cada día la yuta iba a tener menos tropa. (p 30)

Por último en este segmento, la novela insiste en presentar una inadvertida transición entre el estado de ser viviente al de cadáver. No hay una consciencia de paso, un viaje místico, un rememorar cinematográfico de las acciones pasadas. La cruda simplicidad del suceso despoja de todo valor a la existencia y la equipara, si se quiere, a la muerte. Más allá de su percibida integridad o su proceder en vida, del mismo modo se vuelve cadáver un policía: “Pero el que había muerto aquí (…) había muerto enseguida sin que su cuerpo tuviera la posibilidad de registrar el más mínimo asombro o comprensión” (p 114) o un bandolero: “Mereles (…) había entrado en la cocina para buscar un ángulo de tiro y murió sin darse cuenta, como si el movimiento de ir hacia la luz de la ventana lo hubiera sacado del mundo.”. (p 147). La muerte no discrimina y reduce al ser a la misma condición de occiso, sin miramientos.




Inmortalidad, suplantación y juego figurativo. El cadáver en Santa Evita.

En una obra que gira por completo en torno a un cadáver, son muchas las indagaciones y estudios que se pueden hacer sobre el particular. Es por esta razón que se ha decidido abordar tres aspectos esenciales. En primer lugar, vale la pena centrarse en el tema de la inmortalidad. Pudiera resultar paradójico sugerir la inmortalidad de un cuerpo que literalmente ha muerto, pero más que gracias a su vida, Evita, el personaje histórico y el de la novela – cuyos límites en la narración de Martínez se difuminan por completo- alcanza definitivamente la perpetuidad a través de su cadáver.

Ya se ha mencionado previamente en este texto la importancia que algunas gentes confieren a la incorruptibilidad de un cadáver. Símbolo de pureza e integridad, es comprensible entonces que el culto a un cuerpo que se mantuvo casi intacto por años enteros haya alcanzado cotas mesiánicas. “No dejés que me olviden” le pide encarecidamente Evita al General Perón antes de morir y gracias a una combinación de circunstancias afortunadas, funestas y hasta macabras, su deseo se ve cumplido con creces. Los talentos científicos –bien pudiera decirse artísticos- del anatomista encargado del embalsamamiento y posterior cuidado del cuerpo, resultan en una conservación casi sobrenatural que maravilla a propios y extraños. El autor dedica multitud de páginas a entregar detalles y caracterizaciones de las vívidas condiciones del cadáver y el efecto aturdidor que este tiene en sus observadores. 

La propia madre, doña Juana Ibarguren, se había desmayado durante una de las visitas al creer que la oía respirar. Dos veces el viudo la había besado en los labios para romper un encantamiento que tal vez fuera el de la Bella Durmiente. De las transparencias del cuerpo brotaba una luz líquida, inmune a las humedades, a las tormentas y a las desolaciones del hielo y del calor. Estaba tan bien conservada que hasta se veía el dibujo de los vasos sanguíneos bajo el cutis de porcelana y un rosado indeleble en la aureola de los pezones. (p 26)

La disposición misma del espacio donde inicialmente mora el cuerpo recuerda un altar. Un lugar de adoración diseñado para una deidad sempiterna, propio de un ser para quien la eternidad está reservada. No es caprichoso el título de “Santa Evita” pues son muchos los fieles que el influjo del cadáver acapara.

Los visitantes, que llegaban preparados para observar una maravilla científica, se retiraban convencidos de que en verdad les habían mostrado un acto de magia. Evita estaba en el centro de una enorme sala tapizada de negro. Yacía sobre una losa de cristal, suspendida del techo por cuerdas transparentes, para dar la impresión de que levitaba en un éxtasis perpetuo. (…) Ante el prodigio del cuerpo flotando en el aire puro, los visitantes caían de rodillas y se levantaban mareados. La imagen era tan dominante, tan inolvidable, que el sentido común de las personas terminaba por moverse de lugar. (p 27)


Incluso entre sus contradictores más acérrimos, la inmortalidad del cuerpo de Evita es incuestionable. Llegados a cierto punto, el cadáver inmortal muta en algo aún más peligroso que la eternidad tangible de sus despojos. El cadáver es ahora una idea. Una noción que se ha mezclado con el cuerpo mismo de la nación argentina y con el que todos tienen que ver en mayor o menor medida. Su relación intrínseca con el imaginario colectivo multiplica el potencial de permanencia de lo que la difunta representa. Lejos de corromperse, el cadáver ha sido asimilado por su tierra, es inexorablemente uno con ella.

Tal vez ya es tarde – dice Arancibia, el Loco-. Hace dos años se podía. Si hubiéramos matado al embalsamador, el cuerpo se habría corrompido solo. Ahora es un cuerpo demasiado grande, más grande que el país. Está demasiado lleno de cosas. Todos le hemos ido metiendo algo adentro: la mierda, el odio, las ganas de matarlo de nuevo. Y como dice el Coronel, hay gente que también le ha metido su llanto. Ya ese cuerpo es como un dado cargado. (p 154)

En segunda instancia, la idea de la suplantación es asimismo patente en Santa Evita. La novela presenta un constante desfile de artificios, incertidumbres y puntos de giro en lo que se refiere al cadáver de Evita. La duda se siembra en cada tramo de la narración, confundiendo al lector sobre la veracidad de los hechos y generando un entramado aún más complejo en una situación histórica llena de vacíos e inexactitudes. Los despojos restaurados de la mujer se tornan en instrumento para el desarrollo de una narrativa deliberadamente imprecisa, azarosa y en ocasiones contradictoria y se posan en el centro de múltiples líneas argumentales que se interceptan.

De este modo, el autor se vale de diversas argucias para que nunca se pueda tener total certeza del estatus del cadáver. Evita se hace por completo inasible, sea porque el nivel de pericia del embalsamador logra una perfección tan inverosímil que genera dudas sobre su identidad: “Hemos ordenado que le saquen radiografías (…) tiene todas las vísceras. A lo mejor el cuerpo es un engaño, o es de otra” (p 24), porque efectivamente se crean duplicados perfectos de la fallecida con el fin de despistar y confundir a posibles enemigos: “cuando el gobierno de su yerno empezó a desbarrancarse, pedí que me hicieran estas copias, por precaución. Si Perón cae, me dije, Evita será el primer trofeo que van a buscar los vencedores.” (p 54) o porque se achacan a la finada suplantaciones y correspondencias mucho más alegóricas:

No es el cadáver de esa mujer sino el destino de Argentina. O las dos cosas, que a tanta gente le parecen una. Vaya a saber cómo el cuerpo muerto e inútil de Eva Duarte se ha ido confundiendo con el país. (p 34)

Finalmente, mencionar que el juego figurativo más evidente en la obra bien podría equipararse al ejercicio de un cadáver exquisito. Un relato construido a partir de múltiples manos, con voces que hablan de un mismo tema pero que se superponen y a veces se refutan mutuamente, con prolepsis y analepsias recurrentes, una cronología no lineal y un sinfín de narradores en los que no se puede confiar del todo por tener versiones encontradas. Un cadáver exquisito acerca de un cadáver: la metáfora última representada en Santa Evita.
***
A modo de conclusión y tras el recorrido realizado por las tres novelas – si se han de tomar estas como representativas de la novelística latinoamericana del siglo XX-puede afirmarse que la figura del cadáver en la literatura de la región, es prevalente. Con puntos de encuentro como los cadáveres insepultos, los cuerpos en exhibición, la veneración por lo impoluto, la violencia como principal generadora de difuntos y con aproximaciones muy sui generis como la podredumbre acelerada del difunto culposo, el interés por el cadáver animal, la objetivación del muerto, el occiso como deshecho o el embalsamamiento extremo del mismo, es innegable la apropiación narrativa recurrente de un concepto que a veces resulta tan dolorosamente endémico en nuestra cultura.



Referencias
García Márquez, Gabriel (1981). Crónica De Una Muerte Anunciada. Oveja Negra. Bogotá.
Martínez, Tomas Eloy (1995). Santa Evita. Planeta. Buenos Aires.
Piglia, Ricardo (1997). Plata Quemada. Penguin Random House Grupo Editiorial. Barcelona.

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