CAPITULO 5
ASILO
No hay castigo más severo que el olvido. Igual que un
ciego que vaga a tientas por un laberinto, tropezándose con cada resquicio, la
idea daba tumbos en mi mente una y otra vez. No hay castigo más severo
que el olvido, me repetía mientras flotaba en el éter de la subconsciencia. Una
negrura espesa, palpable, lo invadía todo sin prisa, como tinta que
enturbia perezosamente el agua.
Amparado en mis visiones del abismo, hubiese esperado
lamentos, gemidos y arrepentimientos mezclados en una cacofonía de
condenación. Muy a mi pesar, solo el silencio profundo y melancólico me
acompañó durante lo que parecía un eterno descenso. Humano después de todo,
anhelaba cuando menos el mezquino consuelo de saber que otros sufrían el mismo
tormento.
De repente me detuve y mis pies descalzos sintieron el
tacto de un fondo acuoso y frío El brillo intenso de algo sobre mi
cabeza captó mi atención y entonces vi como una lágrima de plata empezó a
precipitarse desde una altura infinita, como una estrella que se desprende casualmente
de la bóveda celeste.El diminuto punto de luz cayó justo frente a mí, causando
un estruendo imposiblemente ensordecedor. De inmediato, ondas
plateadas empezaron a propagarse hasta donde la vista alcanzaba, su resplandor
describiendo círculos perfectos en el pando pero inacabable océano de lobreguez
que me rodeaba. Durante un breve momento tuve el placer de maravillarme ante la
dicotomía de luz y oscuridad que se extendía en toda dirección pero entonces el
miedo aferró su garra firme alrededor de mi garganta.
El OLVIDO emergió lentamente desde el punto exacto
donde hacía unos momentos cayera la extraña luz líquida. Encorvado como
un anciano deforme, su cabeza apuntaba al piso mientras se retorcía
grotescamente entre estertores repentinos. Durante su lento ascenso, la negra
emulsión chorreaba sobre su figura dibujando los pliegues de su túnica y
su capucha hasta hacerse sólida. Pesadas hombreras de obsidiana veteadas de
blanco resplandeciente, unidas entre sí por una fina cadena del mismo color y
coronadas en sus contornos con lo que parecían plumas de cuervo,
reflejaban mi rostro dislocado por el terror. Una vez materializada toda su
indumentaria, la criatura se irguió por completo, alcanzando en su extrema
delgadez cuando menos dos cabezas por encima de la mía.
Sin poderlo evitar levanté la vista para ver su rostro
por segunda vez. Una máscara lacada de blanco hueso se alojaba sobre su cara.
Los pómulos rellenos y la rosada y diminuta boca, fruncida en una expresión
indescifrable pero inquietante me recordaba a las muñecas antiguas con
que jugaba mamá de niña y que siempre encontré siniestras. Una grieta se
extendía desde el costado derecho de su frente, pasando por las cuencas de sus
ojos hasta llegar a la punta de su regordeta nariz.
Lo peor de esa siniestra faz de bebé eran sus ojos.
Dos pozos de oscuridad viva me observaban implacables. Me recordaban mis
pecados. Me enloquecían con la idea de que acaso lo que había tras la máscara
era mucho más vil y que la coraza externa de la criatura, espantosa a pesar de
todo, fuera una misericordiosa forma de librarme de un horror más allá de toda
comprensión. Concebía la grieta como una advertencia silenciosa de que lo más
terrible aún estaba por llegar.
Por un momento la criatura pareció satisfecha con solo
contemplarme, extasiada con mi pánico, pero luego escuché el clamor
característico del metal que se arrastra y entonces incontables cadenas
salieron de cada doblez de su ropaje y se enroscaron en mi, inmovilizándome por
completo en su helado abrazo. Sentí como los eslabones se tensaban a mi
alrededor y caí de bruces mientras el monstruo me halaba, hundiéndose de nuevo
por donde había aparecido. Enloquecido,forcejeé con mis ataduras como mejor
pude, chapoteando y rasguñando. Todo esfuerzo fue inútil.
Desfallecí, resignándome a mi destino,convencido de que muy seguramente la
bestia me arrastraba hacía mi lugar final de tormento. Cerré los ojos y
aguardé.
Una eternidad transcurrió mientras reuní el valor
suficiente para mirar. Acurrucado en una esquina pude contemplar un sitio que
conocía muy bien. El papel tapiz amarillento y gastado que otrora presentara
coloridos motivos florares se desprendía aquí y allá dejando ver los
muros grises que envolvía. Largas cortinas marrón pajizo cubrían las ventanas -
enmalladas y tapiadas a lo largo de los años- en un vano intento por disimular
lo claustrofóbico del ambiente. La alfombra raída y cubierta de manchas hacía
poco por silenciar el crujir de la madera que producían lentísimos transeúntes
que deambulaban arrastrando pesadamente su humanidad en medio del calor que los
escasos ventiladores del techo no lograban ahuyentar con su monótono siseo.
Entre mesas de bridge, partidas de ajedrez, sillas mecedoras y un televisor que
por estar empotrado en una jaula metálica parecía estar sintonizado eternamente
en el mismo canal, los huéspedes trataban de hacer menos largas sus últimas
horas. Sin duda estaba en “El recuerdo”. El asilo de ancianos.
Dirigí la vista con lentitud hacia la pared de
enfrente, deteniéndome deliberadamente en los cuadros baratos que trataban de
ornamentarla, como si tardándome un poco el resultado de mi inspección fuera a
ser distinto. El calendario confirmó lo que ya sospechaba. 17 de Octubre. El
mismo día en que vinimos por tercera vez al asilo. La segunda vez que entramos
al cuarto de juegos. La primera vez que conocimos EL OLVIDO. La
última vez que tratamos de evitar que alguien se suicidara.
Los fantasmas no tienen demasiado uso para el tiempo.
Si bien tenemos una idea aproximada de los años que transcurren, las fechas
exactas se nos escapan entre el desinterés y la rutina. Ese día sin embargo, lo
recuerdo perfectamente porque casualmente coincidía con la fecha de mi
cumpleaños. Cuando mi talento me anunció que alguien intentaría
suicidarse,bromeé con que era apenas adecuado obsequiar un año de vida a
alguien más, ya que yo no lo iba a utilizar.
El enfermero, un hombre alto, joven y robusto que
evidentemente no disfrutaba su empleo en lo más mínimo, hizo su última
ronda por el sitio recogiendo vasos desechables, buscando aparatos auriculares
perdidos y refunfuñando con cualquiera lo suficientemente osado para
dirigirle la palabra. Luego les recordó a gritos que la recreación
terminaría en una hora y sin más protocolo abandonó el cuarto dando un portazo.
Observé al anciano de la gorra mientras miraba
conspicuamente a lado y lado, jugueteando ausente con el vaso de sus medicinas
entre las manos. Cuando se sintió lo suficientemente ignorado,rebuscó entre el
bolsillo de su chaqueta verde a cuadros.
En ese instante atravesamos la pared, el buen humor y
la banalidad de sabernos embarcados en una misión piadosa evidente en nuestras
expresiones.
– ¿Otra vez este maldito Viejo? Deberíamos dejar que
se muera de una vez por todas –Protestó Carlos al divisar al anciano.
– ¿Y quién lo va a tolerar cuando se una al club? ¿Tu
Carlitos? Suficiente tenemos con un vejestorio amargado en el grupo– Replicó Carla
mirando ambiguamente hacia Doña Adela y Monseñor a la vez.
–¡A mí me respeta mocosa o si no…! – inició monseñor
dándose por aludido al primero.
Todos nos miramos y prorrumpimos en risas a medio
contener. El antiguo sacerdote al caer en cuenta de su error guardó silencio no
sin sonreír un poco el mismo.
– Bueno señores, demasiada charla. A lo que vinimos y
esperemos que la tercera sea la vencida – Escuché decir a una versión más
inocente y mas “joven” de mi mismo.
Al parecer era la tercera vez que el anciano de la
gorra trataría de suicidarse. La primera vez que me sentí atraído hacía el
asilo, el viejo había intentado ahogarse en una tina de baño. Se sumergió
desnudo bajo el agua y puso todo su empeño en hundirse. En esa ocasión monseñor
lanzó una porcelana decorativa contra la repisa metálica del baño. El
estruendo resultante alertó al enfermero, que tuvo que forzar la puerta par
apoder entrar y sacar al abuelo en el último momento. Vitoreamos como escolares
y nos felicitamos mutuamente para luego emprender regreso a “La
Antorcha”.
No obstante“el accidente” no causó gracia al
enfermero, que secretamente le suspendió sus raciones de comida por tres días.
Sin embargo, ciego ante la realidad del asunto, achacó el acontecimiento a la
decrepitud e inutilidad propia de la vejez que a diario veía y tanto le
repugnaba, por lo que no tomó ninguna precaución para evitar un nuevo
incidente. De haberlo sospechado seguramente habría tratado de evitarlo. No
debido a ningún asomo de piedad o humanidad claro. Era solo que cada vez que
uno de los carcamales se moría en su turno la cantidad de papeleo que debía
hacer era ridícula.
En la siguiente ocasión Don Próspero – que
irónicamente se llamaba así– consiguió cambiar su coctel diario de medicamentos
con los de una vecina que dormía a pierna suelta en el sofá contiguo. Supusimos
que alguna medicina contenía algún componente al que era alérgico o
hipersensible, en realidad nunca lo supimos con certeza, pero al conocer sus
intenciones de antemano, no dudamos en hacer que monseñor manoteara el
recipiente que las contenía en el momento mismo en que estaba a punto de
ingerirlas.
Media docena de pastillas, cápsulas y grajeas
rebotaron como canicas por el piso y fueron a perderse bajo las inalcanzables
rendijas de un reloj abuelo tallado en roble, ubicado justo al lado de la
puerta de entrada del cuarto. Lo hubiésemos celebrado como una nueva victoria,
pero esta vez nos quedamos el tiempo suficiente para ver al anciano a
cuatro patas buscando infructuosamente bajo el reloj, al límite de sus escasas
fuerzas, tratando porfiadamente de introducir sus dedos endebles en el diminuto
espacio entre el piso y la madera. Luego de un rato de forcejeo y sin que
nadie se dignara siquiera a mirarlo, el viejo estalló en un desgarrador llanto
de impotencia y siguió sollozando pausadamente hasta quedarse dormido, sentado
en el piso, recostado contra el reloj.
Al abrir la puerta, el enfermero lo divisó de
inmediato y encolerizado lo sacudió violentamente para despertarlo, reprendiéndolo
por retrasar la salida de los demás ancianos luego del periodo de “recreación”.
Probablemente le quitó sus raciones de comida por otros tres días. Aquella vez
nadie festejó.
Max señaló al hombre, tirando de mi brazo para llamar
mi atención. De su bolsillo, fue sacando lentamente un destornillador de
mango negro y azul con salpicaduras de óxido sobre la hoja.
– ¿Y ahora qué? ¿Se va a cortar las venas con eso? Se
va tardar años el viejo imbécil –Rezongó Carlos nuevamente.
El anciano se levantó y empezó a dirigirse
fatigosamente hacia el reloj. Entonces comprendí sus intenciones.
– Es un viejo Zorro. Lo que desea es mover el reloj
para sacar las píldoras– dije con una sonrisa incierta.
Tal como los cuadros, las mesas, el televisor y otros
muebles de la sala de juegos, el reloj se encontraba atornillado a la pared
para evitar accidentes con los internos. Con parsimonia el anciano empezó a
desatornillar las herrumbrosas tuercas metal que unían el masivo reloj con el
muro.
– ¿Y qué hago ahora? ¿Le arrebato el destornillador 30
veces hasta que se canse de levantarlo? – Consultó monseñor en tono mordaz.
Durante un largo tiempo nos miramos perplejos, sin
ideas.
Don Próspero había retirado la mayor parte de los
tornillos para cuando me decidí a hablarle a Doña Adela.
–Doña Adela no tenemos más alternativa. Va a tener que
entrar en el cuerpo de este señor,alejarlo del reloj y luego hacer que arroje
ese destornillador a la basura, al patio…no se…donde sea…pero lejos de aquí–
–No joven Carrillo, no me pida eso, usted sabe que a
mí no me gustan esas cosas, alma bendita– Respondió angustiada la mucama
–El alma bendita de este señor es lo que se va a
perder si usted se pone con sus remilgos. Usted es la única que lo puede ayudar
en estos momentos–
Su mirada se paseó por los rostros de todos y regresó
a mí. Haciendo acopio de todo el valor que pudo juntar y susurrando oraciones
incomprensibles se dispuso a realizar su labor, acercándose por la espalda del
anciano, que forcejeaba ya con el último tornillo.
Lo que sucedió fue muy similar a lo ocurrido cuando la
mujer había invadido el cuerpo del Imbécil. Fue también en el preciso instante
en que la piel del sujeto hizo contacto con la esencia etérea de la mujer que
su cabeza se echó hacia atrás y su humanidad se puso rígida, igualmente sus
pupilas se dilataron y su boca se entreabrió emitiendo quejidos. Del mismo modo
la mujer se deshizo en un tipo de gas espectral grisáceo que entró
por la nariz y boca del viejo. Pero allí se acabaron las similitudes. A partir
de ese instante todo el infierno se desató.
Presa del espasmo característico de los talentos
invasivos de la mujer, el cuerpo de Don Próspero dio una sacudida violenta.El
destornillador, alojado entre la pared y el reloj, dio un tirón violento en
manos del anciano, ejerciendo una fuerza de palanca involuntaria.
La madera podrida por años de abandono, humedad y suciedad cedió con un crujir lastimero que invadió toda la sala. El enorme reloj se tambaleó indeciso y luego se precipitó sobre el cuerpo del anciano. El cristal que resguardaba el péndulo chocó violentamente contra su frente rompiéndose al instante y haciendo manar sangre a borbotones. El chasquido de sus frágiles huesos rompiéndose entre la presión del piso y la pesada caja de roble eclipsó todo otro sonido, incluso el de sus propios gritos desesperados. Una pierna se asomaba fuera de la ruina astillada que era ahora el reloj, doblada en un ángulo dolorosamente imposible, mientras el anciano se ahogaba en una mezcla viscosa de su propia sangre, saliva y vomito.
Un interminable grito psíquico retumbó en nuestras
mentes, postrándonos de rodillas y solo en ese instante recordé que doña
Adela estaba dentro del cuerpo del viejo cuando todo pasó. Probable era pues
que hubiese sentido cada momento de insoportable dolor como suyo propio, esto
magnificado mil veces en una esencia desligada de toda sensación física por
años y años. El espíritu de la pobre mujer se arrastró fuera del cuerpo roto de
Don próspero en medio de una insoportable agonía.
Todo fue confusión. Los demás ancianos aparentemente
inmutables hasta entonces empezaron a gritar, a sollozar y aullar entre rezos y
maldiciones. Algunos trataron de ayudar al pobre viejo que yacía entre los
escombros. Otros solo se limitaron a tratar de salir del cuarto de juegos, sin
contar que entre el cuerpo retorcido y el reloj despedazado, la única puerta de
acceso había quedado bloqueada.
Pero lo peor estaba aún por llegar. Desde mi esquina
traté inútilmente de apartar la mirada pues sabía con terrible certeza lo que
ocurriría a continuación. Desde el centro del cuarto y ante la vista de todos
emergió EL OLVIDO, chapoteando entre su masa viscosa de oscuridad.
Es curioso que tiempo después, cuando inevitablemente
intercambiamos impresiones al respecto, cada uno dio una descripción diferente
de la pesadilla personificada que nos había acechado aquel día. Doña Adela vio
a la típica parca con su túnica, su hoz y su rostro cadavérico, Monseñor
describió un diablo estándar con cuernos, pezuñas y cola,Carlos relató
visiones de un tipo tenebroso vestido como un guardia carcelario y Carla
dice haber sido aterrorizada por un sujeto encapuchado con un arma automática y
uniforme camuflado. Solo puedo suponer que Max vio la encarnación más vívida
del hombre del saco que pueda imaginar. Sabrá Dios que habrán visto todos
los demás ancianos.
En lo único que coincidimos fue en el terror absoluto
que experimentamos cuando EL OLVIDO empezó a acercarse al cuerpo del
hombre tumbado en el piso,que a pesar de estar ya casi sin aliento, gritaba
hasta desgañitarse ante la macabra visión. El monstruo me miró a través de su
resquebrajada máscara de bebé y en la insondable oscuridad de sus ojos de noche
eterna, comprendí lo que habíamos hecho.
Habíamos interferido con la voluntad del hombre, tal
vez el único regalo valioso que Dios haya podido dejarnos. Habíamos arrebatado
a la muerte su cuota a costa del libre albedrío de unos pobres desgraciados. No
una, ni dos sino muchas veces. Por sus ojos de infinita negrura vi pasar
a la mujer que Carla engañó manifestándose como un ángel para evitar que
se suicidara. Vi al hombre cuya arma arrojó por la ventana Monseñor para
que no se disparara en la sien. Reconocí a la pareja de adolescentes que vio
interrumpido su pacto suicida porque “alguien” rompió el vidrio de la ventana
del cuarto del chico y entonces su padre entró preocupado a observar.
Todos y cada uno de los que habíamos“ayudado”. Todos y cada uno de nuestros
pecados pasaron por sus ojos en esos momentos. Entonces comprendí que esto era
una advertencia. EL OLVIDO nos daría una dura lección para que desistiéramos de
nuestra ridícula tarea.
“No hay castigo más severo que el olvido” susurró una
voz rasposa en mi cabeza.
Como sucedería luego conmigo, en aquella ocasión
decenas de cadenas rematadas con hojas afiladas y curveadas en la punta a
manera de hoz, salieron despedidas de los dobleces de su toga en toda
dirección, hendiendo su frío filo en la carne decrépita de todo ser viviente
que ocupara el cuarto . Las navajas desgarraron vientres e hicieron jirones la
piel. Sosteniendo incrédulos sus propias entrañas todos chillaron en un
crescendo de desesperación mientras se arrastraban y retorcían pintando de vivo
carmesí el pálido cuarto.
El ruido era tan caótico y omnipresente que cuando el
silencio llegó de repente, se sintió como un golpe violento que dejó a todos
absortos. EL OLVIDO había desaparecido arrastrando sus cadenas devuelta a
cualquier averno que lo hubiese escupido. Confundidos, los ancianos pasaron sus
manos recelosamente por sus pechos, por sus ropas, buscando alguna señal de
violencia o lesión. No encontraron seña alguna.
La alfombra seguía tan raída, los tapices tan
desgastados. La sangre y las tripas no obstante se habían esfumado. Solo Don
Próspero seguía igual de muerto, aplastado por el peso del tiempo. El
desconcierto duró poco y tras unos minutos de inspección los primeros internos
empezaron a dirigirse a la puerta. El forcejeo de alguien que trataba de girar
el picaporte del otro lado al tiempo que maldecía por lo bajo, anunció la
llegada inequívoca del enfermero. Algunos ancianos suspiraron con
tranquilidad y vociferaron pidiendo ayuda y atención.
Algunos segundos transcurrieron , el picaporte dejó de
moverse y la voz se acalló. Expectantes los viejos se miraron unos a otros. Tan
confundido como los ancianos, no vacilé en atravesar la pared para echar un
vistazo.
El enfermero, tenía la mirada fija en el picaporte,
con una expresión de estúpido asombro en su rostro, como si hubiese olvidado
para que servía. El ritmo monótono de una canción techno lo sacó de su
ensimismamiento.
– Aló, ¿sí? …ah hola, ¿cómo estás? Claro… si…lo
conozco…suena bastante bien de hecho. Hmmm creo que sí, salgo ya para allá.
¿Qué cosa? … jejej si…no se creo que me confundí de día, pensé que tenía turno
ahora pero no, ya voy de salida. Perfecto…nos vemos en media hora. Bye,
besitos. – Concluyó el enfermero mientras colgaba su teléfono celular,
alejándose silbando por el pasillo sin mirar atrás una sola vez.
La sorpresa inicial se convirtió en horror y pronto
una horda de ancianos se volcó sobre el único punto de acceso golpeando,
arañando y dando voces de auxilio. La puerta no se movió un ápice.
Durante unas horas pensamos que solo se trataba de
otro de los inhumanos castigos del enfermero y que tarde o temprano
tendría que volver a llevarlos a todos a sus cuartos. Pero cuando la noche
helada cayó y los ancianos comenzaron a acunarse entre manteles y
cortinas para tratar de ahuyentar el inclemente frío supimos que
algo mas grande estaba sucediendo.
Esperamos a que el último se durmiera para tratar de
forzar la puerta nosotros mismos con la ayuda de Monseñor, pero lesta seguía
inamovible. Al día siguiente Carla se manifestó como un anciano gritón en
la recepción. Infortunadamente no había nadie para presenciar su impresionante
despliegue. Parecía que todo el personal hubiese decidido tomarse unas
vacaciones a la vez.
Solo bastó una mañana para que el cuarto empezara a
convertirse en una fosa séptica, llena de heces, moscas y el olor intolerable
de la carne en descomposición, cortesía de Don Próspero.
El segundo día los ancianos dejaron de pedir auxilio y
forcejear con las ventanas tapiadas luego de que Doña Ligia se hiciera un corte
profundo en la mano al rasgarse con la malla metálica que las cubría.
El cuarto día Doña Ligia falleció luego de una
prolongada y dolorosa agonía, su herida purulenta aportando un nuevo
ingrediente al coctel de olores nauseabundos que todo lo invadía.
El quinto día los que aún tenían dientes o cualquier
instrumento corto punzante improvisado saciaron su hambre con los pocos jirones
de carne putrefacta que sea trevieron a arrancar de los cadáveres entre
arcadas y lagrimeos.
El sexto día Don Horacio encontró entre los
escombros del reloj un destornillador de mango negro y azul con
salpicaduras de óxido sobre la hoja y mirando con celo a Don Pascual, decidió
que era hora de comer carne fresca.
El séptimo día Don Pascual murió por intoxicación
luego de ingerir cantidades absurdas de carne descompuesta, en su
mayoría extraída del costado de Don Horacio con un destornillador de
mango negro y azul con salpicaduras de óxido y sangre sobre la hoja.
Durante toda la semana quebramos los vidrios de la
entrada principal del asilo. Contra toda precaución manifestamos diferentes
personajes desde tenebrosos hasta suplicantes, justo frente a la calle pero
ningún transeúnte pareció reparar en ellos. Incluso Doña Adela se apropió
a regañadientes del cuerpo de un policía, hizo que ingresara en el asilo, lo
llevó a través del pasillo del fondo y lo dejó justo en frente de la puerta del
salón de juegos. Al salir de su trance,el hombre solo sacudió su cabeza
confundido y se alejó del sitio volviendo a suronda habitual.
El octavodía una mesa tumbada se removió y Doña Lina –
la última sobreviviente de un grupo de veinte ancianos– salió a gatas. Luego de
estarse pudriendo en vida durante una semana de pesadilla, una luz de
esperanza surgió de entre el estercolero sangriento que había sido su morada en
los últimos días. El murmullo de varias voces se hizo más
perceptible conforme se acercaba a la puerta.
Pasamos a través de la carcasa descompuesta de lo que
antes fuera Don Próspero y en momentos estuvimos del otro lado. Tres hombres en
overoles azules, con cascos de construcción y herramientas terciadas al cinto
discutían animadamente.
–¡Listo! Último cuarto…verificación completa, edificio
deshabitado podemos proceder– Anunció el primero con alegría
– Pfff,verificación inútil diría yo , esta casucha ha
estado vacía por años, ¿no vieron los vidrios rotos y los cuartos abandonados?,
perdemos el tiempo con estas revisiones,tenemos otras dos demoliciones
que hacer hoy– Protestó el segundo.
– Que… ¿acaso quiere pagar por algún vago degenerado
que use estas ruinas para drogarse? Solo falta que matemos a algún desgraciado
de esos por accidente y ahí si fijo lea parece familia, doliente y abogado. Es
mejor curarse en salud– Respondió el último.
Con impotencia vimos como metódicamente instalaron las
últimas cargas para luego evacuar el complejo. Doña Lina que por
desgracia aún contaba con suficiente oído y cordura para comprender lo que
estaba a punto de pasar se postró en el piso y empezó a rezar. Doña Adela
hizo lo propio. Carlos, Monseñor y Carla abandonaron el cuarto, incapaces de
presenciar la escena. Max se apretó temeroso contra mí.
El estruendo retumbó por cada lugar del asilo durante
los escasos instantes en que aún tuvo paredes. Luego el mundo se desplomó sobre
nosotros y lo único que quedó de “El Recuerdo” fue una nube de polvo. Incluso
eso se disipó momentos después.
Acurrucado en la ahora inexistente esquina de donde no
me había movido desde el inicio dela visión, divisé como nos tomábamos de la
mano, cabizbajos y derrotados y por gracia de Carlos desaparecíamos, como ya
sabía, de regreso a “La Antorcha”.
El vívido recuerdo se fue desvaneciendo poco a poco y
me hallé de pronto en la misma negrura acuosa a la que me enfrentara en un
principio. Emergiendo de nuevo desde el piso ,observé inmóvil como EL OLVIDO se
acercaba de nueva cuenta a mí, una de sus cadenas terminadas en hoz oscilando
adelante y atrás con suavidad.
La certeza de mi castigo me aterrorizó. Horrible como fue,
el episodio del asilo había constituido solo una advertencia, una tortura
indecible sufrida por otros y presenciada por nosotros para amedrentarnos
y evitar que interfiriéramos en asuntos de la vida y la muerte más allá
de nuestra competencia.
Esta vez la pena la sufriría yo, sin saber con
seguridad por que , pero con la firme sospecha de que habernos inmiscuido en el
asunto de Don Orlando y su hija K…Kiara,había de alguna manera obstruido el
normal desarrollo de los eventos del destino.
La cadena empezó a oscilar más rápidamente, ululando
amenazadoramente con cada círculo descrito.Solo atiné a cerrar los ojos. Sentí
un golpe seco que hizo vibrar mi cráneo y el dolor insoportable del metal frío
atravesando mi cerebro.
“No hay castigo más severo que el olvido”,una voz
familiar susurró por última vez en mi mente.
******
Cuando desperté la escena que me rodeaba era más que
familiar. Don Orlando seguía postrado de rodillas observando la foto del
antiguo cumpleaños de K, desconsolado. Doña Adela se removía adolorida
pero consciente, tumbada contra la pared. Los guardias de seguridad sostenían
el cuerpo desgonzado del Imbécil. Max se abrazaba a mi pierna con los ojos
cerrados,asustado.
K sacudió mi hombro mientras me miraba llena de
extrañeza.
– ¿Por qué estás llorando?...los… ¿los fantasmas…
pueden llorar? –
Sentí como las lagrimas empañaban mi visión y se
deslizaban por mis mejillas.
–Creo…creo que olvidé algo importante– respondí.
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