jueves, 1 de noviembre de 2012

SUICIDIO S.A. , CAPITULO 4: SUSURROS DEL PASADO






APITULO 4
SUSURROS DEL PASADO

Nadie mejor  que quienes guardamos  secretos oscuros para reconocer a aquellos agobiados por el mismo peso abrumador de las palabras no dichas y las medias verdades. ¿Que más adecuado que un puñado de suicidas desdichados para reconocer la desesperación de alguien tan poco apegado a la vida y tan corroído por la culpa como Don Orlando?

Tiempo después revisitaría esta conversación una y otra vez renegando por lo ciego que había sido y todo el daño que pudo haberse evitado de haber notado estos y otros detalles sutiles oportunamente.  En ese momento sin embargo, solo me concentraba en el crujir del piso de madera que anunciaba los pasos tambaleantes de Doña Adela en el despacho del administrador de  “La Antorcha”.

Los muros caoba de la habitación, escasamente visibles en algunas esquinas se encontraban virtualmente tapizados con lienzos enmarcados, impecablemente organizados por fecha de creación. Todos trabajos de K por supuesto. Una alfombra raída se extendía por la mitad del cuarto dirigiendo la mirada del visitante hacia dos sillas apostadas frente al escritorio de roble sobre el que se desparramaban facturas, contratos y otros documentos. Una rugosa botella de whisky a medio acabar dibujaba un cuadrado húmedo sobre una revista vieja. Apoltronado en su mullido asiento, Don Orlando observaba un retrato en su mano izquierda mientras sostenía tembloroso un vaso de vidrio en la derecha. Apenas consciente de la presencia de Doña Adela,  el hombre murmuraba incomprensiblemente sin apartar la vista de la fotografía. Haciendo un ademán incierto con la cabeza, ofreció un asiento a quien él pensaba era El Imbécil.

Ansiosamente, puso el retrato boca abajo en su escritorio y le obsequió con una esforzada sonrisa. Su rostro enrojecido evidenciaba los efectos del alcohol.

–  Joven David como me le va. Un placer verlo… ¿que lo trae de vuelta por acá tan pronto? , ¿No me dirá que me consiguió otra pieza?… ¡le advierto que me va a tener que hacer un descuento! Lo estoy enriqueciendo mi estimado amigo–  Bromeó con poco convencimiento  el hombre.

–  No,  no señor…vengo por otra cosita, a molestarlo con unas pregunticas si no es mucho abuso– Respondió cortés la mujer.

Entrelazando sus manos Don Orlando se reclinó contra su escritorio y lo observó de reojo.

– ¿Y qué le pasó a su acento? No me dirá que resultó ser uno de tantos fantoches locales que se busca un nombre haciéndose pasar por extranjero. Eso sí que sería una pena…yo lo tenía en mi más alta estima como un proveedor de fiar – Dijo burlonamente.

Era cierto. La voz del imbécil sonaba diferente. Si bien conservaba rasgos propios de su género, el encantador acento francés se había perdido por completo. Por si fuera poco, las pintorescas expresiones utilizadas por la inocente mucama lo habían reducido a la más criolla de las cadencias locales.  

– No señor usted sabe, cuando uno le pega al traguito la cosa cambia…– Rió nerviosamente Doña Adela con evidente desespero.

El administrador dudó por unos momentos.  –Parece que no soy yo el único que se puso licencioso esta noche, ¿Verdad? jaja, bueno…usted me dirá en que le puedo ayudar joven.

Doña Adela empezó a pasearse por la habitación distraídamente, recorriendo los marcos de los cuadros con sus dedos como lo habíamos ensayado.

– Don Orlando, me he estado preguntando… ¿cuál es su interés en esta artista? ¿Por qué el afán de reunir todos sus cuadros de manera tan completa? –  Preguntó Doña Adela de memoria.

El repentino cambio de discurso pareció tomar al hombre por sorpresa.

–  Bueno eh… pues es una artista nueva…me parece talentosa. Quisiera apoyarla para que salga adelante usted sabe–

K me miró sacudiendo lentamente la cabeza. No era necesario tener dones de ultratumba para notar que el hombre estaba mintiendo.

–  Ah sí señor claro…pero lo que yo veo es que tiene puros cuadros de la niña Kat…K , yo se que a usted le gusta mucho la pintura por eso se me hace raro que no tenga colgadas cosas bonitas de ningún otro pintor– Improvisó ágilmente la mujer de vuelta a su jerga rudimentaria.

 – Bueno no sé, solo quiero apoyar lo nuevo… además lo realmente valioso lo almaceno en el estudio privado de atrás – Respondió el hombre airadamente señalando con su pulgar una puerta  sin picaporte, invisible hasta el momento por estar completamente mimetizada por el color de la pared del fondo.

K me miró confundida. Por primera vez en todo este tiempo vi como se esforzaba por analizar a alguien sin resultado alguno. Luego de unos minutos de  pugna negó con la cabeza, agotada.

–No se…no logro descifrarlo. Algo me dice que es mentira…pero también cierto. No puedo distinguir–  Concluyó incierta K.

–Además no se de cuando acá tanto interés. Me he mostrado flexible con su insistente secretismo respecto a cómo consigue las obras. Me limito a pagarle y hasta el momento eso le bastaba. ¿Por qué estas preguntas ahora? – Espetó Don Orlando cada vez más incómodo.

Entre tanto y sin perder detalle de la conversación, me fui acercando poco a poco a la puerta del fondo. Si el talento de K no había podido arrojar luz sobre la afirmación acerca del estudio privado, seguramente esa habilidad que nos era común a todos si lo haría. Simplemente atravesaría la pared y echaría un vistazo a lo que estaba del otro lado.

–  Pues es que no se si comentarle Don Orlando…la cosa es que encontramos una cartica que dejó la niña– Dijo Doña Adela fingiendo desinterés.

El semblante del administrador cambió de inmediato. Levantándose de la  silla, se aproximó a Doña Adela. – Le advierto que en este momento no tengo todo el dinero, la compra mas reciente me dejó ilíquido. Pero le suplico que me dé un plazo, le puedo hacer un anticipo, por favor, es una pieza que me interesa mucho– suplicó exaltado, el vaho de alcohol llenando el sensible olfato de la mujer.

– Don Orlando no me malinterprete, esta vez no se trata de plata. Lo que pasa es que es un documento muy personal usted sabe y yo no quisiera que quedara en manos de cualquiera…en lo posible si puede hacérselo llegar después a la familia o amigos,  yo no sé si usted de pronto los conozca. Por eso tanta preguntadera dispénseme– Confesó la mujer.

El hombre rezongó. Luego su rostro adquirió una apariencia resignada y algo más afable.

–Con que resultó humanitario el francesito ¿eh? Quién lo hubiese creído…yo que pensé que solo le importaba el dinero. Parece que voy a tener que mejorar mi opinión de usted joven.

Que le puedo decir…tengo motivos personales. Fui cercano a la familia de la artista. La verdad es que no tuvo una vida fácil. A pesar de su talento su madre nunca aprobó su vocación. No consideraba la pintura una profesión decente ni rentable. Con los años se fue convirtiendo en una vergüenza familiar y cuando le preguntaban por lo que hacía su hija siempre inventaba historias. Dios sabe que la adoraba, es solo que…usted sabe joven, era de esas personas que les cuesta demostrar sus sentimientos, educada a la antigua y endurecida por los años y la vida, sin tiempo ni espíritu para sentimentalismos. Solo su padre la apoyaba…pero tal vez muy poco, muy tarde…y todo en secreto y a la sombra de su madre. Nunca tuvo el valor para defenderla como debía.

Su madre murió de un infarto el día en que le anunció que ingresaría a la escuela de artes, cuando ella apenas era una adolescente. Hasta su último aliento se opuso a que persiguiera sus sueños. Creo que secretamente ella nunca se lo perdonó y se culpaba constantemente por su muerte. Su padre tampoco se repuso y desde entonces se refugió en sus negocios y ocupaciones para lidiar con la soledad. También fue culpable por no prestarle la atención debida a su hija. Aún cuando empezó a adquirir notoriedad apenas asistió a un par de sus exposiciones. Creo…creo que tal vez el tampoco sabía cómo expresar lo mucho que la quería.

Empecé a recolectar los cuadros como…no sé, un gesto para tratar de reparar un poco el daño que se le hizo a esta chica. Una manera de hacerle ver al mundo que su talento si importa y es apreciado. Pienso hacer una exposición póstuma cuando reúna las suficientes piezas… por eso mi interés en agrupar todo el material que pueda– Concluyó el hombre con ojos húmedos, evidentemente afectado por la historia que acababa de compartir.

Sin dejar de escuchar continué aproximándome a la puerta. Haciendo una pequeña estación en el escritorio revisé superficialmente los documentos allí esparcidos sin encontrar nada relevante. No obstante, lo que más me interesaba, la fotografía que tanto parecía haber afectado al hombre yacía boca abajo fuera de mi alcance. Alcé la vista de nueva cuenta hacia K, interrogándola con la mirada.

– Este hombre es muy extraño. No puedo ubicar una sola cosa de las que dice como cierta o falsa…lo siento Diego, por más que lo intento no logro decidirme, parece que no sirvo de mucho a final de cuentas…– Soltó frustrada K.

– Como le digo, apreciaría mucho si me entrega el comunicado del que habla. Prometo hacer lo posible por dárselo a algún familiar o amigo cercano – Rogó expectante Don Orlando.

Y aquí llegaba la parte más problemática del plan. Momentos antes, Doña Adela había sustraído con disimulo un trozo de papel que Monseñor dejara días antes tras una de las pinturas enmarcadas en la pared. El depositarlo allí supuso largas jornadas de esfuerzo y varios intentos fallidos en que la más mínima corriente de aire cambiaba el curso deseado o algún transeúnte  distraído lo estrellaba en su humanidad. Empujarlo bajo la puerta del despacho y luego situarlo discretamente  tras el cuadro de la niña mirando el atardecer, resultó sumamente difícil pese a que la administración se encontraba relativamente cerca del cuarto maletero.  El solo hecho de escribir el breve mensaje constituyó en sí mismo un reto, ni hablar de la irregular caligrafía resultante. Tal vez  lo más complejo fue hacer todos estos malabares a espaldas de Doña Adela que jamás hubiese aprobado un engaño tan descarado.

–Bueno pues si usted me la pone así Don Orlando… pero por favor, por caridad que no se le vaya a pasar entregar esto –  Concedió al fin Doña Adela extendiéndole el papel.

Noté casualmente como la más reciente adquisición del administrador estaba puesta en un lugar de honor en la pared del fondo. Visiblemente restaurado y ya enmarcado, el leopardo de las nieves dominaba el cuarto, sin duda la más fina pieza de toda la colección. Una placa metálica con letras grabadas rezaba lo que supuse sería el nombre científico del majestuoso felino. El grito de Don Orlando desvió mi atención.

–  Pero… ¿qué significa esto? ¿Acaso me toma usted por un estúpido? ¡¿Por cuánto dinero pensaba venderme esta baratija maldito imbécil?! –

La sorpresa en el rostro de Doña Adela me llenó de culpa. Engañar y usar a una mujer sencilla y atenta que solo quería ayudarme desinteresadamente;  seguramente otro peldaño en la escalera descendiente hacia mi destino cada vez más inevitable.

–No…como se le ocurre…no le entiendo Don Orlando, perdóneme…– Vaciló la mujer con voz trémula.

Agitando el papel hasta casi frotarlo en su cara, el hombre continuó exasperado.   
– “los amo a todos y espero que me perdonen. K “… ¿cree que me voy a tragar esa bazofia? –

– Perdóneme pero es que eso fue lo que escribió la niña…ya de ahí no se mas– Intentó explicar desesperada.

Un alarido de ira retumbó en la habitación. Casi convulsivamente, el hombre volteó el escritorio  y todo su contenido con violencia, el sonido del cristal roto y el ruido seco de la madera golpeando el piso,  combinándose con pasos apresurados que corrían por el pasillo de afuera en una exasperante cacofonía. Entre papeles desperdigados, vidrios rotos  y  un charco de whisky, el hombre se postró de rodillas sosteniendo con fuerza el retrato malogrado que antes mirara con tanta atención, aparentemente ajeno a los filosos bordes rotos que hacían sangrar sus pulgares.

– ¡No tenía derecho! ¡Fue una crueldad… una crueldad! ¿Por qué lo hizo? ¡¿Por qué me dio esperanza maldita sea?! …yo solo quería…solo quería creer que me dejaba perdón y paz… ¡y usted me viene con esta falsificación¡ – Se desgañitó el hombre entre las más penosas lágrimas.

K me miró desolada, indicándome con un asentimiento que al parecer el sufrimiento del hombre era real.

–Como así falsificación…créame que no le entiendo Don Orlando– preguntó Doña Adela al borde del llanto ella misma.

–Ja…reconocería la letra de Kiara en cualquier lado. Esto no lo escribió ella– Sentenció con resignación.

De repente la puerta se abrió de par en par y los dos gorilas de seguridad se apostaron a lado y lado de Doña Adela, sujetándola por los brazos.

–Llévense a este desgraciado de aquí…y que no vuelva a menos que tenga un cuadro  para mí– ordenó Don Orlando.

En ese preciso instante, rocé con mis dedos la cerradura de la puerta hacia la que me había estado dirigiendo. Varias cosas pasaron simultáneamente.

Sin previo aviso, un estallido verdoso recorrió todo mi cuerpo, envolviéndome en lo que solo puedo describir como electricidad. Un dolor atroz me invadió mientras era despedido por los aires como un muñeco de trapo, rebotando y dando tumbos contra el piso hasta quedar a mitad de la habitación, justo a espaldas del hombre arrodillado. Mi esencia empezó a titilar mientras impulsos de estática esmeralda me surcaban. Poco a poco empecé a notar cómo me iba desvaneciendo.  Completamente incapaz de controlar mis habilidades más básicas, me fui hundiendo lentamente en el piso.

La extraña energía no se detuvo conmigo. Crepitantes telarañas se extendieron por toda la habitación en un parpadeo hasta hacerla lucir como el interior de una esfera de electricidad estática.  Las dos mujeres se vieron entonces intempestivamente presas en una red de fulgurantes tentáculos.  

Contorsionándose en agonía, la esencia de K se elevo por unos segundos durante los cuales todas las prendas y accesorios que había aprendido a manifestar en los últimos días  desaparecieron como calcinados por la inclemente ráfaga. El espíritu inerte que finalmente se desplomó en el suelo estaba desnudo y lleno de cicatrices, tal como lo viéramos la primera vez que salió de su cuerpo.

Al mismo tiempo, un rayo atravesó violentamente el cuerpo del Imbécil, desalojando sin previo aviso a Doña Adela que fue a estrellarse contra una pared sorpresivamente sólida. Su esencia inmóvil quedó reclinada perezosamente contra el muro, exponiendo su cuello lacerado por una rasposa cuerda que se enredaba caprichosamente en él. Su rostro hinchado y amoratado no denotaba signo alguno de actividad.  Desprovisto de su guía, El Imbécil cayó inconsciente, quedando suspendido de repente en brazos del par de sorprendidos guardias.

Ante la angustiosa visión, el infantil rostro de Max se transfiguró, cambiando radicalmente hasta parecer una retorcida versión  de “El grito “de Munch. Su aullido aterrador y lastimero  atiborró por completo lo poco que quedaba de mi percepción mientras la criatura se acercaba angustiosamente para tratar de brindarme ayuda. Eventualmente el sonido se fue perdiendo hasta sentirse muy lejano, como en un sueño.

Descolgando mi cabeza hacia un lado, observé por fin la fotografía que sostenía el hombre en sus manos. Una mujer de rostro severo esbozaba una sonrisa forzada para la instantánea, como si de un retrato antiguo de un miembro de la realeza se tratase. Un hombre que no podía ser otro que Don Orlando, muchos años más joven, saludable y rollizo sonreía genuinamente feliz desde el pasado. Sobre  la mesa, un sinfín de cajas sin abrir dejaba ver muñecas, electrodomésticos de juguete, ropa colorida y accesorios de moda infantil indudablemente descartados con desinterés una vez despedazado el papel regalo. Un pastel de cumpleaños con un número cuatro que aún despedía humo, apenas se distinguía entre el montón de obsequios.  En medio de la pareja, una niñita rubia reía a carcajadas, sosteniendo entre sus manitas su nuevo juego de pinturas y pinceles, mientras lo enseñaba a la cámara desbordante de emoción y orgullo. “Feliz Cumpleaños Kiara” se leía al fondo, en un aviso colgante decorado con globos y serpentinas.

Luchando inútilmente por mantener la consciencia, mi visión teñida poco a poco de rojo por la sangre que manaba de mi sien izquierda, pude divisar con la comisura de mis ojos entrecerrados a EL OLVIDO,  inmóvil e inexorable, apostado frente a la puerta que nunca pude penetrar, en toda su negra y sobrecogedora magnificencia, mas terrorífico si se quiere, que la última vez que lo vimos, en esa horrible noche en el asilo de ancianos.

Sucumbí al horror de lo inevitable y entonces todo fue oscuridad.


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