lunes, 26 de marzo de 2012

SUICIDIO S.A. CAPITULO 2 EL LEOPARDO DE LAS NIEVES



CAPITULO 2
EL LEOPARDO DE LAS NIEVES
BREATHE, KEEP BREATHING
DON´T LOSE YOUR NERVE
BREATHE, KEEP BREATHING
I CAN´T DO THIS ALONE
Exit Music (For a Film), Radiohead.


Sí te vas a quitar la vida lo mejor es hacerlo de forma lenta, sintiendo como se te escapa entre los dedos a cada segundo, así cuando llegue ese último e inevitable momento sabrás que has cometido un error. Al menos es lo que siempre me dije desde la primera vez que contemplé la idea, lo que en mi condición de permanente propensión a la depresión, sucedió en mi temprana adolescencia, hace ya varios años. Una muerte rápida y sin dolor no te da tiempo de reflexionar y pensar, de revisitar todos esos momentos que por felices o indeseables merecen ser recordados. El dolor nunca me preocupó. He sufrido el filo de la navaja en mi piel y del amante ingrato en mi corazón y los he abrazado a ambos como viejos amigos. Siempre deseé una agonía más personal si las cosas llegaran a esto… y ahora la estoy viviendo mas allá de mis fantasías suicidas más surrealistas.

No tengo mucho espacio para merodear una vez he ingerido entero el frasco, su contenido granulado dejándome un desagradable sabor amargo en la boca. Empiezo a caminar erráticamente aún cuando se que no tengo mucho espacio para deambular. Mi cuarto es relativamente grande pero los lienzos tirados por el piso, los botes de pintura destapados o secos, los pínceles endurecidos y nuevos, los caballetes y obras terminadas e inconclusas que reposan por todos lados hacen que mi corto paseo esté algo restringido. Me acerco al único espejo disponible en toda la habitación buscando algún signo que me indique que el veneno ha empezado a surtir efecto. Su faz llena de huellas digítales de distintas tonalidades y antigüedades refleja mi cabello multicolor cortado irregularmente, las expansiones en mis lóbulos, las 4 perforaciones que se alojan en mi rostro, las ojeras crónicas granjeadas por una férrea disciplina de desvelo creativo. No parece haber nada fuera de lo  normal aún.

Demasiada claridad. Escarbo distraídamente en el cajón del nochero junto al espejo y tras revolver entre lápices, carboncillos  y plumas encuentro la vela que buscaba. Inspecciono un poco más hasta encontrar cerillos  y la enciendo. Busco a tientas el interruptor y apago la luz. Como si la oscuridad alentara a la muerte para iniciar su labor, en ese preciso instante algo estalla en mi interior. Una indigestión de magma palpita en mi vientre y su reflujo ardiente amenaza con darme a probar el sabor de mis entrañas. Temblores me invaden mientras me aproximo pesadamente hasta el farol chino que pende del techo. Con dedos torpes lo enciendo y un haz de luz tenue se proyecta, bañando con su incipiente claridad los objetos circundantes que empiezan a adquirir formas inciertas.  

Afuera llueve. El sonido magnificado de las gotas retumba en mis oídos. Puedo distinguir perfectamente aquellas que chocan contra el cristal de la ventana abierta, las que logran salpicar el piso de mi habitación y las que se precipitan seis pisos más abajo hasta la calle. El destello de un relámpago se filtra entre mis párpados cerrados segundos antes de que el ruido sordo de nubes chocando me obligue a abrirlos. Curioso, solo logro ver a blanco y negro. Presa de un agradable mareo me tumbo en la cama. Enfoco mi visión perezosamente en la pared de enfrente, donde las sombras se deforman con cada fogonazo de la tormenta.

Un relámpago… y en el muro la silueta de una madre se santigua y abofetea furiosa a su hija adolescente luego de descubrir su primer tatuaje.   

Otro… y la misma sombra maternal arroja pinceles y pinturas por los aires señalando en medio de gritos  a una cabizbaja señorita, para luego tomarse sorpresivamente el pecho y desplomarse en el suelo.
Otro más…y la figura de un hombre que besaba a una mujer se aparta de sus brazos suplicantes,  se apunta con un arma en la cabeza y dispara.

Me froto los ojos y sacudo mi cabeza tratando de despejarme. No puedo arriesgarme a caer inconsciente, es indispensable que termine mi tarea. Tanteo mi bolsillo hasta sentir el roce del mango de madreperla en la yema de mis dedos. Abro la navaja y observo mis pupilas dilatadas en la refulgente hoja por un momento. No esperaba que el veneno me matara. Solo lo tomé para asegurarme de que su efecto anticoagulante me permitiera desangrarme a placer. Miro el mapa de antiguos intentos fallidos que surca mi muñeca izquierda y hago un corte vertical y profundo. Mi brazo se descuelga inerte  por un costado de la cama suspendido a escasos centímetros del piso. Solo después de un rato noto el flujo poli cromático que se derrama a borbotones de mi herida abierta.
Como agua flotando sin rumbo ante la ausencia de gravedad, veo como el colorido líquido se retuerce lentamente en una danza hipnótica. Creo adivinar figuras.

Creo ver a una chica abrazada a su padre quién contempla orgulloso su primera exposición.

Me parece distinguir dos muchachas que se embriagan y ríen a carcajadas con el brillo de una amistad eterna e imperecedera en los ojos.   

Creo descifrar un tipo tímido y corriente que camina de la mano de una sonriente mujer salida de un catalogo de rarezas.

El destello del farol quemándose me saca de mis ensueños. Ya no puedo levantarme para apagarlo y evitar que el fuego se extienda. Tengo frio y me siento cada vez mas adormecida. Buen intento de una muerta tranquila chiquilla estúpida. Aprieto débilmente el frasco de veneno entre mis manos solo para aferrarme a algo. Con creciente desespero me digo que al final no fue tan fácil y mientras respiro irregularmente pienso en lo bien que me vendría algo de compañía, cualquier compañía. No puedo hacer esto sola.  Y es entonces cuando lo veo aparecer de la nada. Esbozo una leve sonrisa ante la ironía de la situación.

– Gracias Diego, gracias por venir – me oigo decir.

Trato de completar la frase con “hijo de perra”, pero las últimas fuerzas me abandonan y mis ojos se cierran.

    ***
Esto es nuevo. Una chica que no conozco logra verme cuando se supone que no debería, me llama por mi nombre agradeciendo mi presencia y luego se muere. En definitiva, no es algo que me pase todos los días.
Los otros apenas se reponen del viaje y comienzan a incorporarse entre quejas y maldiciones.

Escucharon lo que dijo?

– Si gran cosa, encontraste una vieja amiguita suicida. Definitivamente tienes que depurar tus compañías. Podemos agarrar la fulana y largarnos de una vez? –  estalla Carlos malhumorado.

No la conozco. Nunca la había visto.

–Ha de ser una de tus lectoras Dieguito. Si así de deprimentes eran tus libros hiciste bien en tomar tu “receso indefinido” – dice Carla con una sonrisa socarrona en el rostro.

Refunfuño por toda respuesta. El único libro que logré publicar fue un fracaso crítico y comercial. Se vendieron poquísimos ejemplares y aún sospecho que la mayoría de ellos fueron adquiridos por amigos y familiares. De cualquier manera, me empeñé en no incluir ninguna de mis fotografías para evitarme futuras vergüenzas. Es improbable que pueda haberme conocido por ese medio. Por otro lado, su habitación me sugiere que la lectura no es precisamente su fuerte.

Me encuentro en medio del más característico desorden bohemio de un pintor. Recipientes de pinturas y acuarelas se confunden con los de alcohol y comidas rápidas arrumadas por doquier. Libretas con bosquejos y apuntes garrapateados con prisa reposan en múltiples escritorios y mesas de dibujo. Los lomos de los únicos libros que encuentro versan sobre arte, anatomía e ilustración. Observo las pinturas tratando de reconocer algún detalle. Magnífico trabajo sin duda. Todas ellas se encuentran firmadas con una estilizada “K” mayúscula y la fecha de terminación. Confieso que pese a disfrutar la estética del arte, mi conocimiento respecto a la pintura siempre fue limitado, más aún tratándose de un pincel joven y contemporáneo como parece ser el caso de mi misteriosa amiga. No obstante algo en esa persistente “K” me resulta vagamente familiar.

Me acerco a la obra más reciente. La fecha en la firma y los oleos aún frescos ratifican que no puede tener más de un par de horas. Un majestuoso leopardo de las nieves me observa fijamente desde la pintura con sus brillantes ojos azules mezcla ambigua de curiosidad, tristeza y determinación. Manchas negras tocadas aquí y allá con rastros de escarcha que se confunden en su inmaculado pelaje blanco activan el infructuoso reflejo de recorrerlo con mi mano para sentir su aterciopelado tacto. Es curioso como algo inerte puede lucir más lleno de vida que yo mismo. En ese momento veo como un farol de papel arde colgado del techo dejando caer trozos encendidos al suelo tapizado con restos de basura inflamable. Las primeras llamas, incipientes pero seguras no se hacen esperar. 

Max llama mi atención halándome del brazo y señalando el cuerpo inerte de la chica. Está comenzando. Motas de luz blanca se desprenden de su piel y flotan lánguidamente como semillas de diente de león arrastradas por el viento. En un parpadeo se transforman en diminutos pájaros iridiscentes que tras revolotear unos segundos en el mismo punto, chocan como kamikazes contra una pared invisible, estallando en miles de pequeños charcos de mercurio multicolor. El lento goteo de la curiosa sustancia va dando forma a una silueta femenina. 
  
Nunca dejo de sorprenderme por la forma en que la esencia de un suicida abandona su cuerpo tras la muerte y  me pregunto si el espectáculo reservado a los que sucumben de manera menos pecaminosa será aún más fastuoso. Cada experiencia que he observado ha sido única y hermosa…excepto tal vez la del asilo de ancianos. Aparto el atroz recuerdo de mi memoria y  observo a mis compañeros. Ninguno presta demasiada atención al proceso de transición de K  y por hábito o desinterés cada uno se encuentra embebido en sus acostumbradas rutinas. Doña Adela ora postrada de rodillas con una velocidad de murmuración que cualquier monja de claustro envidiaría, mientras monseñor realiza comentarios ácidos y desalentadores ante su piadoso comportamiento. Carla vagabundea revisando las pertenencias de la difunta y Carlos finge esperar con impaciencia sentado en un sillón mientras tamborilea los dedos sin producir sonido alguno, naturalmente. Max balbucea y dirige mi mirada hacía el piso.

El fuego ha alcanzado una botella de removedor de pintura volcada y ahora todo arde con celeridad implacable. De repente una certeza inexplicable me invade. Por alguna razón que no alcanzo a comprender del todo, necesito desesperadamente salvar la última pintura. Desconozco si es afinidad creativa, simpatía por la recién llegada o simple lástima.  Miro el creciente infierno que me rodea y decido que la mejor opción es la ventana.

–Monseñor, necesito que cubra ese cuadro con una manta y lo arroje fuera.

– ¿Qué? ¿Se te zafó un tornillo chico? ¿Ahora además de mesías eres mecenas?

–Por favor…es importante.

–  ¿Pero te crees que es tan fácil? Una cosa es pasar las páginas de tu bendito diario o abrir un cajón. Llevar algo tan pesado a esa distancia  me costaría trabajo aún estando vivo!

– ¿Puede hacerlo?

– ¿Y se supone que vas a salvar esta baratija tirándola al agua y el lodo de la calle?

Tiene razón. La caída, la humedad y la indigencia podrían dar buena cuenta de ella en minutos. No obstante, cualquier enemigo es más noble que el fuego. Lo miro  suplicante.

– ¿Podría intentarlo por favor?

El cura resopla y medita indeciso por unos momentos. –Esta te va a salir cara muchacho– concluye. Es claro que negociar con los representantes de Dios en la tierra nunca ha sido barato, respondo mentalmente.

Con visible esfuerzo y exasperante lentitud el antiguo sacerdote envuelve precariamente el cuadro en una sábana que cubría otra obra y tras un eterno trayecto hacia la ventana lo deja caer torpemente al vacío. Su figura traslúcida y desdibujada se desploma de rodillas agotada.

– ¿Nos podemos largar ya que se cumplió tu caprichito? – insiste Carlos, mientras hace ademanes a los otros para empezar a cerrar el círculo.

Como liberándose de un extraño capullo de placenta colorida, K emerge confundida. Blanca como la nieve en su cegadora desnudez surcada de pequeñas cicatrices, se aproxima tambaleante hacia nosotros  y toma nuestras manos extendidas más por reflejo que por convicción.

Tras otro martirizante viaje estamos de regreso en “la antorcha”. Agotados, todos se retiran sin mayor protocolo hasta que solo K y yo quedamos en el cuarto maletero. Aparentemente mis compañeros decidieron que el rol de “niñera” esta vez me correspondería a mí. Me aproximo hasta la chica que se balancea  mientras abraza sus rodillas con mirada ausente y le extiendo una mano.

–Hola, ¿estás bien? – digo con mi mejor cara de cordialidad

Tras mirarme larga y visiblemente confundida solo atina a preguntar –  ¿Quién es usted? …¿Quién soy yo?

***

Por fortuna la gran mayoría de fantasmas recién nacidos vienen equipados con un sistema de aceptación psicológica que muchos vivos envidiarían, por lo que las cavilaciones metafísicas y la negación de su condición espectral duran a lo sumo un par de horas. Bastaron solo algunos días para que K aprendiera lo básico y se fuera adaptando poco a poco al entorno y la situación. Cuando menos ya no andaba por ahí desnuda y había aprendido a manifestarse usando la vestimenta que más le agradara. No me sorprendió corroborar que  no recordaba nada de su propio pasado y mucho menos de su aparente relación con el mío. Opté por olvidar el asunto al menos de momento.

Caminaba junto a ella contándole un poco sobre la historia del dispar grupo del que ahora era el más reciente miembro cuando vi a Valeria. Sin dejar de hablarle la dirigí subrepticiamente hacía donde estaba. Una vez junto a ella corte de tajo la conversación y la señalé.

–Esta es Valeria, mi ex novia–

–Bueno, no es muy bonita eh? –

–Y este es el imbécil, su nuevo novio–

–wow...Pues que puedo decir. Ya veo por qué te dejó–

Evidentemente la sutileza no era una de sus cualidades. Comencé a relatarle parte de mi triste y trillada historia pero tras pocos segundos me interrumpió.

Shhh , déjame oír –

– ¿Que sucede? –

–Este tipo está mintiendo–

– ¿perdón? –

–Sí, le dijo a tu ex que iba al baño. No es cierto–

– ¿Como lo sabes? –

–No se…solo…hmm…lo sé–

El imbécil se levantó y empezó a perderse entre la multitud. Dudoso me volví hacía K.

–Échale un ojo por mí. No me tardo–

Empecé a seguirlo de cerca. Evidentemente no se dirigía al servicio. Tomó las escaleras hacía el segundo piso, se dirigió al cuarto maletero y reclamó un paquete cuidadosamente envuelto en papel. Con patente secretismo, emprendió la marcha hacía  al cuarto del administrador que se hallaba al costado opuesto, al fondo de ese mismo pasillo. La puerta estaba entreabierta.

–Don Orlando… ¿se puede pasar? – preguntó en su odioso español afrancesado luego de tocar cortésmente.

–Siga por favor, ¿lo trae con usted?– respondió una ansiosa voz desde dentro.

Ingresé siguiendo sus pasos y entonces mi propia estupidez me golpeó en la cara. Solo había entrado en esta habitación una vez antes hacía mucho tiempo y al no encontrarla demasiado atractiva jamás había regresado. No obstante debía haberlo recordado. Las paredes de la oficina se encontraban prácticamente cubiertas de pinturas enmarcadas, todas ellas firmadas con la característica K de nuestra nueva compañera.  

Rompiendo delicadamente el papel y sacando con lentitud el relleno muy probablemente utilizado para evitar golpes y abolladuras, el imbécil fue desvelando el contenido del misterioso fardo.
                                   
–Por supuesto que lo traje don Orlando, creo que le va a encantar– Respondió sonriente.

 Un leopardo de las nieves nos observaba desafiante, henchido con el orgullo de la supervivencia en su mirada.

lunes, 19 de marzo de 2012

SUICIDIO S.A.




ADVERTENCIA: El siguiente escrito se aleja de mi usual temática mamagallista y si bien pueda tener el ocasional asomo de humor, no espere encontrar en este el recurente contenído jocoso de otras veces. Esto es un intento "serio"  de contar una historia que se me ocurrió hace un tiempo y que me venía revoloteando con frecuencia en la cabeza. Pido disculpas de antemano por lo pretencioso que pueda resultar y al igual me excuso si alguna de las temáticas tratadas pudiesen resultar ofensivas para algún lector. No sobra decir que este y posibles entregas subsequentes son un producto de la ficción, cualquier parecido con situaciones nombres y lugares de la vida real, es simple coincidencia. Gracias. 
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SUICIDIO S.A.

CAPITULO 1
BIENVENIDO AL CLUB

Muchas de las preocupaciones más grandes de la vida pierden relevancia cuando estás muerto. Resulta algo difícil sentir preocupación cuando las  glándulas encargadas de regular tus emociones se encuentran convenientemente sepultadas a 3 metros de profundidad bajo una modesta lápida que nadie frecuenta. Para el caso, tal vez sea más acertado afirmar que no solo mis preocupaciones están enterradas, sino que también mi angustia se halla repartida entre los regordetes cuerpos de varios gusanos, mi inseguridad surca los aires  en el estomago goloso de un pájaro que se merendó un par de estos últimos y mi orgullo reposa en las heces que el mismo dejó caer certeramente sobre el busto del prócer de la independencia que domina uno de los parques principales de la ciudad. En resumen, los muertos, o bueno, los fantasmas, percibimos las inquietudes de manera un poco distinta que cuando respirábamos.

Por esa misma razón,  no pude más que observar con un dejo de  humor cínico,  el rio humano que se apiñaba a la entrada del bar para tratar de encontrar un lugar en el exclusivo sitio esa noche, la mayoría sin mucho éxito. Conforme avanzaba, presencié incrédulo acalorados argumentos entre parejas que se culpaban mutuamente por la impuntualidad que los tenía en ese momento esperando un golpe de suerte para lograr entrar, descaradas exageraciones de sujetos que intentaban impresionar a su cita de la noche mientras hacían la fila, suplicantes intentos de sobornar a los responsables de seguridad para poder ingresar y rencorosas miradas de quienes debían tolerar, impotentes, como un recién llegado con mas estilo y probablemente más dinero que ellos, se saltaba la fila  mientras entraba sin problema alguno en medio de los cordiales saludos de los porteros. Me costaba trabajo concebir como podía alguien preocuparse por asuntos tan mezquinos y triviales y rogaba no haber llegado a obrar de manera tan absurda en vida.  Entre manos que se frotaban temblorosas para espantar el inclemente frio y alientos visibles que se mezclaban con el humo de fumadores compulsivos y sociales por igual, me fui aproximando lentamente a la entrada.

“La antorcha” había sido uno de los sitios de moda en la zona por cerca de dos años. Se trataba de una casona antigua que en otros tiempos perteneciera a una de las familias más adineradas de la ciudad pero  que con las vueltas y azares del tiempo terminó  siendo rematada al mejor postor. Como una estrella de cine venida a menos, había tenido oficios cada vez menos dignos en relación con su noble pasado, usándose como restaurante, hostal,  depósito de licores y ahora como taberna. Pese a los años de detrimento la casona aún conservaba algo de su antiguo donaire; pisos de madera y lámparas de araña, espejos inmensos y alguna que otra pintura del siglo pasado se combinaban groseramente con parafernalia mas mundana, como oxidadas cantinas de leche, trinches de chimenea, viejos calendarios, imágenes religiosas y hasta una motocicleta en desuso, todo con la supuesta intención de darle un aire  “vintage” al lugar.  Cajones que otrora se empleaban en el transporte de vegetales y frutas habían sido pulidos y lacados, haciendo las veces de mesas. El bar carecía de sillas, por lo que los asistentes no podían más que estar de pie todo el tiempo, transmitiendo la falsa idea de bailar permanentemente. Cualquiera que fuese el motivo, el lugar parecía atraer por manadas una fauna muy particular.

El salón principal estaba a reventar. No obstante, más que  una fiesta me parecía contemplar un desfile de modas. Personas que no tenían la más remota idea de taxonomía animal ostentaban orgullosos prendas llenas de logos con imágenes  de cocodrilos, felinos salvajes, gaviotas y alces, asegurándose de dejar expuesta a la vista con disimulo, la marca que los identificaba como miembros inequívocos de este privilegiado mundillo. Una dicotomía intolerable obligaba a los locales a vestirse de gala y lucir adinerados, mientras que los escasos extranjeros  presentes se empeñaban a toda costa en parecer descomplicados y originales, con sus apariencias desaliñadas y accesorios autóctonos. Sintiéndola antes que verla, ubiqué a Valeria apoyada contra un muro, con un trago en la mano y charlando animadamente. Como un autómata me dirigí hacía ella.

En completa contradicción con lo que reza la sabiduría popular, doy fe de que los fantasmas no caminamos a través de las personas. No frecuentemente al menos. El contacto directo con los vivos nos debilita y nos causa un malestar que está por encima de lo que alguna vez fue el dolor físico agudo, nos desenfoca y nos altera. En los vivos por su parte, parece ocasionar que sus emociones se disparen aleatoriamente. Atravesar un cuerpo con funciones vitales es en definitiva una muy mala idea. Afortunadamente, las personas parecen estar dotadas de un instinto inconsciente que los obliga a evitar a toda costa el roce de los incorpóreos. Mejor aún, los hace completamente ajenos a los espacios que se abren en las multitudes para dar paso a caminantes invisibles.  Así pues, me fui acercando  a ella con lentitud mientras los que me rodeaban se apartaban involuntariamente de mi camino en un complicado vals de casualidades.

Para el espectador promedio Valeria debía lucir soberbia. Su cabello castaño  evidentemente alisado para la ocasión, sus ojos grandes y marrones bordeados de rímel y lápiz, su tez blanca y sus formas perfectas enfundadas en un vestido de lentejuelas corto, negro y ceñido al cuerpo, invitaban a mirarla sin demasiado pudor.  Yo solo veía a una niña asustada que usaba ropa de mujer para sentirse segura en un ambiente que nunca fue natural para ella y por el cual hasta hacía muy poco no se interesaba. Tras sus sonoras carcajadas y  comentarios  atrevidos creía adivinar un desespero por encajar con este presente deformado y poder huir de un pasado que extrañaba y odiaba a la vez. Esta noche como ya era costumbre, el imbécil la acompañaba.
El imbécil era uno de esos extranjeros que parecen un cruce entre Gabriel Omar Batistuta y el mismo Dios, imposible y ofensivamente apuesto, informal pero impecable  y con un peinado  sutilmente recogido en una bandana que haría lucir intolerablemente amanerado al resto de la población masculina pero que a él  le otorgaba una apariencia, de ser posible, más varonil e irresistible. Pero como no todo ha de ser perfecto, su intelecto era… bastante aceptable. Es más, siendo objetivos podría incluso ser descrito como culto y bien versado en asuntos del mundo. A decir verdad, el remoquete se lo había ganado a fuerza de envidia, gracias a la incómoda certeza de que no había nada evidentemente malo con el sujeto. Si hay algo peor que ver a la mujer que amas con  un mal tipo, es verla con uno excelente. Por tercera vez en este mes, parecía como si los gusanos que habían devorado mis celos estuvieran emitiendo gases residuales de vuelta a mi esencia intangible.

Apreciaba la ironía de la situación; la última vez que estuvimos aquí  cuando mi corazón aún latía, Valeria me hizo sentir como un fantasma. Me invitó a ir de fiesta con ella y luego intencionalmente me ignoró durante toda la noche, haciendo énfasis en lo bien que lo estaba pasando con sus amigos, entre ellos el  imbécil, que arribó sorpresivamente en un punto de la noche en que pensé que las cosas no podrían ir peor. Nunca comprendí del todo el objetivo de su pequeña venganza, pero dejó  una imprenta tan profunda en mi, que es un asunto que recuerdo aún después de haber fallecido.

Los muertos no la tenemos fácil para recordar eventos concretos de nuestro tiempo entre los vivos. Al parecer  en la mayoría de los casos los fantasmas no logran retener mayor detalle y pasan muchos años antes de poder recuperar o averiguar fragmentos de su vida mas allá de las circunstancias de su muerte u otros eventos demasiado traumáticos que resuenan con persistencia en sus mentes. Aún así,  muchas veces esos recuerdos se confunden con fantasías, anhelos, esperanzas o temores, de manera que nunca se puede confiar del todo en la memoria de un difunto. Cómo recuerdo entonces muchas cosas de las que hablo? Fácil. Era escritor. Uno particularmente anónimo y mediocre, no obstante mis hábitos de escritura me condujeron a llevar un diario personal que con la reticente ayuda combinada de Carlos y Monseñor leo de vez en cuando y que me ha ayudado a desvelar lentamente algunos de los sucesos de mi pasado.

De manera que, a sabiendas de toda nuestra truculenta historia, cuando el imbécil se acercó a Valeria con la clara intención de darle un beso no lo pensé dos veces y la toqué. Mis falanges se hundieron en su rostro y la visión ya de por sí nublada que usualmente tengo de mi entorno se arremolinó en una sucesión de colores borrosos y revoloteantes mientras el dolor se apoderaba de mi. Describir mi tipo de dolor a quien solo lo ha experimentado con sus terminaciones nerviosas resulta complejo. Podría decirse que es el tipo de dolor que siente una historia cuando ya nadie la cuenta y a través de los años su contenido se va olvidando y deformando hasta convertirse en una versión mutilada y maltrecha de la original. O tal vez el padecimiento que sienten un par de zapatos viejos que acumulan polvo y suciedad en un rincón porque caídos en desuso nadie se toma siquiera la molestia de tirarlos. La existencia de un fantasma es un eco tan frágil que el dolor se magnifica y deja cicatrices más profundas que cualquier herida física.  Cuando recuperé algo de mi compostura y me levanté luego de estar hecho un ovillo en el piso, logré notar que Valeria se había echado a llorar  y había salido corriendo hacia el servicio, trastabillando afanadamente con quien se atravesara  en su camino, incluido el imbécil, que se quedó con su beso en los labios y una mirada perpleja en el rostro. Mi esencia lucía un poco más transparente y borrosa pero sonreí y pensé que había valido totalmente la pena. Satisfecho con la consumación de mi odiosa empresa, me alejé hacia el segundo piso con la equivalencia espectral de una cojera.

***
Subí las escaleras tropezando levemente, hundiendo los pies en los peldaños y las manos en las barandas como cualquier espectro neo nato sin experiencia. Arriba había un poco más de lo mismo, mas lámparas, mas pinturas, un par de armarios con cristalería fina y fotografías históricas de la ciudad que un puñado de beodos pseudo-intelectuales fingía mirar con interés académico. La verdad era que la gente subía para guardar sus pertenencias en un depósito en el que cuidaban de ellas durante la noche  por una módica suma. Resultaba vergonzoso deambular por ahí con bolsos o morrales dando a entender que no se poseía vehículo donde dejarlos o que, Dios no lo permitiese, se tenía la intención de embolsillarse alguno de los invaluables objetos de memorabilia arcaica que abundaban en el bar. Por algún acuerdo tácito, ese cuarto maletero funcionaba como nuestro salón informal de reuniones. Al parecer ya todos habían llegado y me esperaban alrededor de la vieja clavinola arrumada al fondo de la habitación.

Como era usual, el primero en saludarme fue Max. Abalanzándose sobre mi pierna me abrazó y luego extendió los brazos con ojos suplicantes. Lo observé durante unos segundos. Max había escogido manifestarse ese día como un bebe prematuro de unos seis meses; desnudo, húmedo y pegajoso por el líquido amniótico, carente de todo vello y con su cordón umbilical flotando a un costado. En otras ocasiones lo habíamos visto  como un niño algo mayor y otras veces como un simple amasijo de células y fluidos itinerantes. Max casi nunca hablaba y las pocas veces que lo hacía utilizaba monosílabos o palabras inconexas. Había aprendido a descifrar parte de sus gestos y ahora evidentemente deseaba que lo cargara. No tengo registro de haber sentido afinidad con los niños, pero la permanente necesidad de afecto de Max había hecho que le tomara un aprecio más piadoso que sincero. Se me escapa como una criatura de su edad pudo haber tomado su  propia vida y peor aún, haber sido condenado a una existencia tan cruel. Mi muerte no había hecho otra cosa que transformar mi ateísmo en teofobia.

Carlos y Monseñor intercambiaron miradas. – Has vuelto a visitar a tu ex no es verdad Dieguito?, increpó Carlos con la certeza burlona de quién pregunta por cortesía.

–  Sigue tocándola y te vas a quedar ciego. Acechar mujeres no es un hábito que debas cultivar ni siquiera después de muerto – dijo monseñor con fingida solemnidad mientras pulía casualmente uno de los botones de su sotana.

–  No le prestes atención Dieguito, solo te molesta porque para su gusto la chica tiene demasiados años…y el sexo equivocado. Además si lo que les preocupa es tu mal aspecto, deberían haber visto a mis clientes luego de una sesión conmigo, esos sí que quedaban con mala pinta!  –  interrumpió Carla mientras rodeaba con sus brazos a monseñor.

–   No tengo por qué justificar mis preferencias ante una mujerzuela –  espetó monseñor airado
–   Ja,ja cálmese su santidad era solo un comentario, eso sí, es mejor que agarres fuerte a Max Dieguito, nunca se sabe – concluyó la mujer con frialdad. Max se apretó contra mí como el grotesco remedo de un chimpancé ante el último comentario.

–   Joven Carrillo, a mi me parece que debíamos irnos ya, no vaya y sea que a ese pobre cristiano le toque llegar solito.  Y niña Carla a mi no me parece que le hable así a Monseñor, acuérdese lo que le he hablado del respeto –  sentenció Doña Adela. Doña Adela era la menos académicamente educada de todo el grupo pero su sabiduría innata y buenas maneras a menudo zanjaban discusiones y desacuerdos interminables que la filosofía y las letras no lograban más que avivar.  

–     La vieja tiene razón mejor movemos el culo…aunque sigo sin saber cuál es el afán de seguir llenando de desconocidos este “clubcito” – dijo Carlos tomando de las manos a sus dos compañeros más cercanos en el ya conocido ritual.

–   Lenguaje Carlos, lenguaje –  reproché al depuesto  senador, haciendo un gesto a los demás para que repitieran el procedimiento.

A este punto debo aclarar que cuando te suicidas y te conviertes en un fantasma, generalmente obtienes un talento especial. Carlos por ejemplo podía llevarnos a casi cualquier sitio que deseáramos siempre y cuando tuviésemos una imagen clara de éste. Contrario a lo que se piensa, si bien podemos caminar a través de estructuras sólidas sin mayor problema, tenemos una zona de comodidad en la que podemos merodear con cierta libertad. Más allá de esta, se vuelve doloroso y peligroso avanzar. Aún los espectros somos cautos, es curioso como el ancestral miedo al olvido puede persistir incluso después de la muerte.

Y eso nos lleva hasta mí y el propósito de nuestra más reciente reunión. Mi “don” consiste en percibir cuando un suicidio está a punto de cometerse. Visualizo el  lugar y la persona y puedo rastrear el hedor de la muerte futura con agudeza y exactitud siempre que cuente con los medios para seguirlo. No me malinterpreten. No tratamos de evitarlo. No al menos desde lo que sucedió en el asilo de ancianos. Solo intentamos darle al recién llegado una bienvenida menos brusca, proporcionando cierta guía y soporte en el proceso de transición. Hay un mundo aterrador ahí afuera, y puede ser peor si lo enfrentas solo.

El uso de nuestras habilidades siempre causa un desgaste, mayor o menor dependiendo de la dificultad de la tarea emprendida,  pero para mí la peor parte es tener que compartir mentes con algunos de mis compañeros. Como había mencionado es necesario que Carlos sepa exactamente a donde nos va a llevar, y ese nivel de claridad no se logra completamente sino a través de un vinculo mental momentáneo. La cantidad de información a la que estoy expuesto y a la vez revelo me inquieta. Gracias a un par de viajes anteriores me he enterado de varios detalles desagradables relacionados con mis camaradas. Indudablemente ellos también se habrán topado con algunos de mis oscuros secretos. La nuestra es sin duda una alianza incómoda.  

Cuando se viaja de esta manera no parece que uno se moviera en el espacio. Tengo la impresión de que el entorno se adaptara y cambiara alrededor nuestro mientras permanecemos inmóviles. Las paredes del cuarto maletero parecen doblarse  y contorsionarse en ángulos imposibles, los muebles y pinturas  de la habitación se derriten y se deforman para prestarle su sustancia a nuevos objetos que van materializándose poco a poco, las personas se desvanecen y nuestras mentes se fusionan en un instante doloroso en el que somos un solo ser agonizante. Al aclararse mi visión y apaciguarse poco a poco mi dolor, logro discernir ciertas figuras en la nueva habitación en la que nos encontramos, pero un zumbido sordo sigue taladrando mi percepción. Sin fijarme en mayores detalles, me acerco tambaleante a la forma incierta de una chica de negro postrada en una cama en mitad del cuarto. Logro notar su respiración irregular  y el frasco de veneno entre sus manos. Sigue viva aunque no por mucho.

–Bienvenida al club  – le digo a la desconocida con la mayor calidez de la que soy capaz, sabiendo que aún no puede escucharme o verme.

La extraña, ese ser que jamás había visto en vida o muerte, suelta una leve sonrisa y mirándome directamente a los ojos replica – Gracias Diego, gracias por venir –.