lunes, 19 de marzo de 2012

SUICIDIO S.A.




ADVERTENCIA: El siguiente escrito se aleja de mi usual temática mamagallista y si bien pueda tener el ocasional asomo de humor, no espere encontrar en este el recurente contenído jocoso de otras veces. Esto es un intento "serio"  de contar una historia que se me ocurrió hace un tiempo y que me venía revoloteando con frecuencia en la cabeza. Pido disculpas de antemano por lo pretencioso que pueda resultar y al igual me excuso si alguna de las temáticas tratadas pudiesen resultar ofensivas para algún lector. No sobra decir que este y posibles entregas subsequentes son un producto de la ficción, cualquier parecido con situaciones nombres y lugares de la vida real, es simple coincidencia. Gracias. 
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SUICIDIO S.A.

CAPITULO 1
BIENVENIDO AL CLUB

Muchas de las preocupaciones más grandes de la vida pierden relevancia cuando estás muerto. Resulta algo difícil sentir preocupación cuando las  glándulas encargadas de regular tus emociones se encuentran convenientemente sepultadas a 3 metros de profundidad bajo una modesta lápida que nadie frecuenta. Para el caso, tal vez sea más acertado afirmar que no solo mis preocupaciones están enterradas, sino que también mi angustia se halla repartida entre los regordetes cuerpos de varios gusanos, mi inseguridad surca los aires  en el estomago goloso de un pájaro que se merendó un par de estos últimos y mi orgullo reposa en las heces que el mismo dejó caer certeramente sobre el busto del prócer de la independencia que domina uno de los parques principales de la ciudad. En resumen, los muertos, o bueno, los fantasmas, percibimos las inquietudes de manera un poco distinta que cuando respirábamos.

Por esa misma razón,  no pude más que observar con un dejo de  humor cínico,  el rio humano que se apiñaba a la entrada del bar para tratar de encontrar un lugar en el exclusivo sitio esa noche, la mayoría sin mucho éxito. Conforme avanzaba, presencié incrédulo acalorados argumentos entre parejas que se culpaban mutuamente por la impuntualidad que los tenía en ese momento esperando un golpe de suerte para lograr entrar, descaradas exageraciones de sujetos que intentaban impresionar a su cita de la noche mientras hacían la fila, suplicantes intentos de sobornar a los responsables de seguridad para poder ingresar y rencorosas miradas de quienes debían tolerar, impotentes, como un recién llegado con mas estilo y probablemente más dinero que ellos, se saltaba la fila  mientras entraba sin problema alguno en medio de los cordiales saludos de los porteros. Me costaba trabajo concebir como podía alguien preocuparse por asuntos tan mezquinos y triviales y rogaba no haber llegado a obrar de manera tan absurda en vida.  Entre manos que se frotaban temblorosas para espantar el inclemente frio y alientos visibles que se mezclaban con el humo de fumadores compulsivos y sociales por igual, me fui aproximando lentamente a la entrada.

“La antorcha” había sido uno de los sitios de moda en la zona por cerca de dos años. Se trataba de una casona antigua que en otros tiempos perteneciera a una de las familias más adineradas de la ciudad pero  que con las vueltas y azares del tiempo terminó  siendo rematada al mejor postor. Como una estrella de cine venida a menos, había tenido oficios cada vez menos dignos en relación con su noble pasado, usándose como restaurante, hostal,  depósito de licores y ahora como taberna. Pese a los años de detrimento la casona aún conservaba algo de su antiguo donaire; pisos de madera y lámparas de araña, espejos inmensos y alguna que otra pintura del siglo pasado se combinaban groseramente con parafernalia mas mundana, como oxidadas cantinas de leche, trinches de chimenea, viejos calendarios, imágenes religiosas y hasta una motocicleta en desuso, todo con la supuesta intención de darle un aire  “vintage” al lugar.  Cajones que otrora se empleaban en el transporte de vegetales y frutas habían sido pulidos y lacados, haciendo las veces de mesas. El bar carecía de sillas, por lo que los asistentes no podían más que estar de pie todo el tiempo, transmitiendo la falsa idea de bailar permanentemente. Cualquiera que fuese el motivo, el lugar parecía atraer por manadas una fauna muy particular.

El salón principal estaba a reventar. No obstante, más que  una fiesta me parecía contemplar un desfile de modas. Personas que no tenían la más remota idea de taxonomía animal ostentaban orgullosos prendas llenas de logos con imágenes  de cocodrilos, felinos salvajes, gaviotas y alces, asegurándose de dejar expuesta a la vista con disimulo, la marca que los identificaba como miembros inequívocos de este privilegiado mundillo. Una dicotomía intolerable obligaba a los locales a vestirse de gala y lucir adinerados, mientras que los escasos extranjeros  presentes se empeñaban a toda costa en parecer descomplicados y originales, con sus apariencias desaliñadas y accesorios autóctonos. Sintiéndola antes que verla, ubiqué a Valeria apoyada contra un muro, con un trago en la mano y charlando animadamente. Como un autómata me dirigí hacía ella.

En completa contradicción con lo que reza la sabiduría popular, doy fe de que los fantasmas no caminamos a través de las personas. No frecuentemente al menos. El contacto directo con los vivos nos debilita y nos causa un malestar que está por encima de lo que alguna vez fue el dolor físico agudo, nos desenfoca y nos altera. En los vivos por su parte, parece ocasionar que sus emociones se disparen aleatoriamente. Atravesar un cuerpo con funciones vitales es en definitiva una muy mala idea. Afortunadamente, las personas parecen estar dotadas de un instinto inconsciente que los obliga a evitar a toda costa el roce de los incorpóreos. Mejor aún, los hace completamente ajenos a los espacios que se abren en las multitudes para dar paso a caminantes invisibles.  Así pues, me fui acercando  a ella con lentitud mientras los que me rodeaban se apartaban involuntariamente de mi camino en un complicado vals de casualidades.

Para el espectador promedio Valeria debía lucir soberbia. Su cabello castaño  evidentemente alisado para la ocasión, sus ojos grandes y marrones bordeados de rímel y lápiz, su tez blanca y sus formas perfectas enfundadas en un vestido de lentejuelas corto, negro y ceñido al cuerpo, invitaban a mirarla sin demasiado pudor.  Yo solo veía a una niña asustada que usaba ropa de mujer para sentirse segura en un ambiente que nunca fue natural para ella y por el cual hasta hacía muy poco no se interesaba. Tras sus sonoras carcajadas y  comentarios  atrevidos creía adivinar un desespero por encajar con este presente deformado y poder huir de un pasado que extrañaba y odiaba a la vez. Esta noche como ya era costumbre, el imbécil la acompañaba.
El imbécil era uno de esos extranjeros que parecen un cruce entre Gabriel Omar Batistuta y el mismo Dios, imposible y ofensivamente apuesto, informal pero impecable  y con un peinado  sutilmente recogido en una bandana que haría lucir intolerablemente amanerado al resto de la población masculina pero que a él  le otorgaba una apariencia, de ser posible, más varonil e irresistible. Pero como no todo ha de ser perfecto, su intelecto era… bastante aceptable. Es más, siendo objetivos podría incluso ser descrito como culto y bien versado en asuntos del mundo. A decir verdad, el remoquete se lo había ganado a fuerza de envidia, gracias a la incómoda certeza de que no había nada evidentemente malo con el sujeto. Si hay algo peor que ver a la mujer que amas con  un mal tipo, es verla con uno excelente. Por tercera vez en este mes, parecía como si los gusanos que habían devorado mis celos estuvieran emitiendo gases residuales de vuelta a mi esencia intangible.

Apreciaba la ironía de la situación; la última vez que estuvimos aquí  cuando mi corazón aún latía, Valeria me hizo sentir como un fantasma. Me invitó a ir de fiesta con ella y luego intencionalmente me ignoró durante toda la noche, haciendo énfasis en lo bien que lo estaba pasando con sus amigos, entre ellos el  imbécil, que arribó sorpresivamente en un punto de la noche en que pensé que las cosas no podrían ir peor. Nunca comprendí del todo el objetivo de su pequeña venganza, pero dejó  una imprenta tan profunda en mi, que es un asunto que recuerdo aún después de haber fallecido.

Los muertos no la tenemos fácil para recordar eventos concretos de nuestro tiempo entre los vivos. Al parecer  en la mayoría de los casos los fantasmas no logran retener mayor detalle y pasan muchos años antes de poder recuperar o averiguar fragmentos de su vida mas allá de las circunstancias de su muerte u otros eventos demasiado traumáticos que resuenan con persistencia en sus mentes. Aún así,  muchas veces esos recuerdos se confunden con fantasías, anhelos, esperanzas o temores, de manera que nunca se puede confiar del todo en la memoria de un difunto. Cómo recuerdo entonces muchas cosas de las que hablo? Fácil. Era escritor. Uno particularmente anónimo y mediocre, no obstante mis hábitos de escritura me condujeron a llevar un diario personal que con la reticente ayuda combinada de Carlos y Monseñor leo de vez en cuando y que me ha ayudado a desvelar lentamente algunos de los sucesos de mi pasado.

De manera que, a sabiendas de toda nuestra truculenta historia, cuando el imbécil se acercó a Valeria con la clara intención de darle un beso no lo pensé dos veces y la toqué. Mis falanges se hundieron en su rostro y la visión ya de por sí nublada que usualmente tengo de mi entorno se arremolinó en una sucesión de colores borrosos y revoloteantes mientras el dolor se apoderaba de mi. Describir mi tipo de dolor a quien solo lo ha experimentado con sus terminaciones nerviosas resulta complejo. Podría decirse que es el tipo de dolor que siente una historia cuando ya nadie la cuenta y a través de los años su contenido se va olvidando y deformando hasta convertirse en una versión mutilada y maltrecha de la original. O tal vez el padecimiento que sienten un par de zapatos viejos que acumulan polvo y suciedad en un rincón porque caídos en desuso nadie se toma siquiera la molestia de tirarlos. La existencia de un fantasma es un eco tan frágil que el dolor se magnifica y deja cicatrices más profundas que cualquier herida física.  Cuando recuperé algo de mi compostura y me levanté luego de estar hecho un ovillo en el piso, logré notar que Valeria se había echado a llorar  y había salido corriendo hacia el servicio, trastabillando afanadamente con quien se atravesara  en su camino, incluido el imbécil, que se quedó con su beso en los labios y una mirada perpleja en el rostro. Mi esencia lucía un poco más transparente y borrosa pero sonreí y pensé que había valido totalmente la pena. Satisfecho con la consumación de mi odiosa empresa, me alejé hacia el segundo piso con la equivalencia espectral de una cojera.

***
Subí las escaleras tropezando levemente, hundiendo los pies en los peldaños y las manos en las barandas como cualquier espectro neo nato sin experiencia. Arriba había un poco más de lo mismo, mas lámparas, mas pinturas, un par de armarios con cristalería fina y fotografías históricas de la ciudad que un puñado de beodos pseudo-intelectuales fingía mirar con interés académico. La verdad era que la gente subía para guardar sus pertenencias en un depósito en el que cuidaban de ellas durante la noche  por una módica suma. Resultaba vergonzoso deambular por ahí con bolsos o morrales dando a entender que no se poseía vehículo donde dejarlos o que, Dios no lo permitiese, se tenía la intención de embolsillarse alguno de los invaluables objetos de memorabilia arcaica que abundaban en el bar. Por algún acuerdo tácito, ese cuarto maletero funcionaba como nuestro salón informal de reuniones. Al parecer ya todos habían llegado y me esperaban alrededor de la vieja clavinola arrumada al fondo de la habitación.

Como era usual, el primero en saludarme fue Max. Abalanzándose sobre mi pierna me abrazó y luego extendió los brazos con ojos suplicantes. Lo observé durante unos segundos. Max había escogido manifestarse ese día como un bebe prematuro de unos seis meses; desnudo, húmedo y pegajoso por el líquido amniótico, carente de todo vello y con su cordón umbilical flotando a un costado. En otras ocasiones lo habíamos visto  como un niño algo mayor y otras veces como un simple amasijo de células y fluidos itinerantes. Max casi nunca hablaba y las pocas veces que lo hacía utilizaba monosílabos o palabras inconexas. Había aprendido a descifrar parte de sus gestos y ahora evidentemente deseaba que lo cargara. No tengo registro de haber sentido afinidad con los niños, pero la permanente necesidad de afecto de Max había hecho que le tomara un aprecio más piadoso que sincero. Se me escapa como una criatura de su edad pudo haber tomado su  propia vida y peor aún, haber sido condenado a una existencia tan cruel. Mi muerte no había hecho otra cosa que transformar mi ateísmo en teofobia.

Carlos y Monseñor intercambiaron miradas. – Has vuelto a visitar a tu ex no es verdad Dieguito?, increpó Carlos con la certeza burlona de quién pregunta por cortesía.

–  Sigue tocándola y te vas a quedar ciego. Acechar mujeres no es un hábito que debas cultivar ni siquiera después de muerto – dijo monseñor con fingida solemnidad mientras pulía casualmente uno de los botones de su sotana.

–  No le prestes atención Dieguito, solo te molesta porque para su gusto la chica tiene demasiados años…y el sexo equivocado. Además si lo que les preocupa es tu mal aspecto, deberían haber visto a mis clientes luego de una sesión conmigo, esos sí que quedaban con mala pinta!  –  interrumpió Carla mientras rodeaba con sus brazos a monseñor.

–   No tengo por qué justificar mis preferencias ante una mujerzuela –  espetó monseñor airado
–   Ja,ja cálmese su santidad era solo un comentario, eso sí, es mejor que agarres fuerte a Max Dieguito, nunca se sabe – concluyó la mujer con frialdad. Max se apretó contra mí como el grotesco remedo de un chimpancé ante el último comentario.

–   Joven Carrillo, a mi me parece que debíamos irnos ya, no vaya y sea que a ese pobre cristiano le toque llegar solito.  Y niña Carla a mi no me parece que le hable así a Monseñor, acuérdese lo que le he hablado del respeto –  sentenció Doña Adela. Doña Adela era la menos académicamente educada de todo el grupo pero su sabiduría innata y buenas maneras a menudo zanjaban discusiones y desacuerdos interminables que la filosofía y las letras no lograban más que avivar.  

–     La vieja tiene razón mejor movemos el culo…aunque sigo sin saber cuál es el afán de seguir llenando de desconocidos este “clubcito” – dijo Carlos tomando de las manos a sus dos compañeros más cercanos en el ya conocido ritual.

–   Lenguaje Carlos, lenguaje –  reproché al depuesto  senador, haciendo un gesto a los demás para que repitieran el procedimiento.

A este punto debo aclarar que cuando te suicidas y te conviertes en un fantasma, generalmente obtienes un talento especial. Carlos por ejemplo podía llevarnos a casi cualquier sitio que deseáramos siempre y cuando tuviésemos una imagen clara de éste. Contrario a lo que se piensa, si bien podemos caminar a través de estructuras sólidas sin mayor problema, tenemos una zona de comodidad en la que podemos merodear con cierta libertad. Más allá de esta, se vuelve doloroso y peligroso avanzar. Aún los espectros somos cautos, es curioso como el ancestral miedo al olvido puede persistir incluso después de la muerte.

Y eso nos lleva hasta mí y el propósito de nuestra más reciente reunión. Mi “don” consiste en percibir cuando un suicidio está a punto de cometerse. Visualizo el  lugar y la persona y puedo rastrear el hedor de la muerte futura con agudeza y exactitud siempre que cuente con los medios para seguirlo. No me malinterpreten. No tratamos de evitarlo. No al menos desde lo que sucedió en el asilo de ancianos. Solo intentamos darle al recién llegado una bienvenida menos brusca, proporcionando cierta guía y soporte en el proceso de transición. Hay un mundo aterrador ahí afuera, y puede ser peor si lo enfrentas solo.

El uso de nuestras habilidades siempre causa un desgaste, mayor o menor dependiendo de la dificultad de la tarea emprendida,  pero para mí la peor parte es tener que compartir mentes con algunos de mis compañeros. Como había mencionado es necesario que Carlos sepa exactamente a donde nos va a llevar, y ese nivel de claridad no se logra completamente sino a través de un vinculo mental momentáneo. La cantidad de información a la que estoy expuesto y a la vez revelo me inquieta. Gracias a un par de viajes anteriores me he enterado de varios detalles desagradables relacionados con mis camaradas. Indudablemente ellos también se habrán topado con algunos de mis oscuros secretos. La nuestra es sin duda una alianza incómoda.  

Cuando se viaja de esta manera no parece que uno se moviera en el espacio. Tengo la impresión de que el entorno se adaptara y cambiara alrededor nuestro mientras permanecemos inmóviles. Las paredes del cuarto maletero parecen doblarse  y contorsionarse en ángulos imposibles, los muebles y pinturas  de la habitación se derriten y se deforman para prestarle su sustancia a nuevos objetos que van materializándose poco a poco, las personas se desvanecen y nuestras mentes se fusionan en un instante doloroso en el que somos un solo ser agonizante. Al aclararse mi visión y apaciguarse poco a poco mi dolor, logro discernir ciertas figuras en la nueva habitación en la que nos encontramos, pero un zumbido sordo sigue taladrando mi percepción. Sin fijarme en mayores detalles, me acerco tambaleante a la forma incierta de una chica de negro postrada en una cama en mitad del cuarto. Logro notar su respiración irregular  y el frasco de veneno entre sus manos. Sigue viva aunque no por mucho.

–Bienvenida al club  – le digo a la desconocida con la mayor calidez de la que soy capaz, sabiendo que aún no puede escucharme o verme.

La extraña, ese ser que jamás había visto en vida o muerte, suelta una leve sonrisa y mirándome directamente a los ojos replica – Gracias Diego, gracias por venir –.
                                                                                                                                                                                                                                                                             

    
  



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