lunes, 26 de marzo de 2012

SUICIDIO S.A. CAPITULO 2 EL LEOPARDO DE LAS NIEVES



CAPITULO 2
EL LEOPARDO DE LAS NIEVES
BREATHE, KEEP BREATHING
DON´T LOSE YOUR NERVE
BREATHE, KEEP BREATHING
I CAN´T DO THIS ALONE
Exit Music (For a Film), Radiohead.


Sí te vas a quitar la vida lo mejor es hacerlo de forma lenta, sintiendo como se te escapa entre los dedos a cada segundo, así cuando llegue ese último e inevitable momento sabrás que has cometido un error. Al menos es lo que siempre me dije desde la primera vez que contemplé la idea, lo que en mi condición de permanente propensión a la depresión, sucedió en mi temprana adolescencia, hace ya varios años. Una muerte rápida y sin dolor no te da tiempo de reflexionar y pensar, de revisitar todos esos momentos que por felices o indeseables merecen ser recordados. El dolor nunca me preocupó. He sufrido el filo de la navaja en mi piel y del amante ingrato en mi corazón y los he abrazado a ambos como viejos amigos. Siempre deseé una agonía más personal si las cosas llegaran a esto… y ahora la estoy viviendo mas allá de mis fantasías suicidas más surrealistas.

No tengo mucho espacio para merodear una vez he ingerido entero el frasco, su contenido granulado dejándome un desagradable sabor amargo en la boca. Empiezo a caminar erráticamente aún cuando se que no tengo mucho espacio para deambular. Mi cuarto es relativamente grande pero los lienzos tirados por el piso, los botes de pintura destapados o secos, los pínceles endurecidos y nuevos, los caballetes y obras terminadas e inconclusas que reposan por todos lados hacen que mi corto paseo esté algo restringido. Me acerco al único espejo disponible en toda la habitación buscando algún signo que me indique que el veneno ha empezado a surtir efecto. Su faz llena de huellas digítales de distintas tonalidades y antigüedades refleja mi cabello multicolor cortado irregularmente, las expansiones en mis lóbulos, las 4 perforaciones que se alojan en mi rostro, las ojeras crónicas granjeadas por una férrea disciplina de desvelo creativo. No parece haber nada fuera de lo  normal aún.

Demasiada claridad. Escarbo distraídamente en el cajón del nochero junto al espejo y tras revolver entre lápices, carboncillos  y plumas encuentro la vela que buscaba. Inspecciono un poco más hasta encontrar cerillos  y la enciendo. Busco a tientas el interruptor y apago la luz. Como si la oscuridad alentara a la muerte para iniciar su labor, en ese preciso instante algo estalla en mi interior. Una indigestión de magma palpita en mi vientre y su reflujo ardiente amenaza con darme a probar el sabor de mis entrañas. Temblores me invaden mientras me aproximo pesadamente hasta el farol chino que pende del techo. Con dedos torpes lo enciendo y un haz de luz tenue se proyecta, bañando con su incipiente claridad los objetos circundantes que empiezan a adquirir formas inciertas.  

Afuera llueve. El sonido magnificado de las gotas retumba en mis oídos. Puedo distinguir perfectamente aquellas que chocan contra el cristal de la ventana abierta, las que logran salpicar el piso de mi habitación y las que se precipitan seis pisos más abajo hasta la calle. El destello de un relámpago se filtra entre mis párpados cerrados segundos antes de que el ruido sordo de nubes chocando me obligue a abrirlos. Curioso, solo logro ver a blanco y negro. Presa de un agradable mareo me tumbo en la cama. Enfoco mi visión perezosamente en la pared de enfrente, donde las sombras se deforman con cada fogonazo de la tormenta.

Un relámpago… y en el muro la silueta de una madre se santigua y abofetea furiosa a su hija adolescente luego de descubrir su primer tatuaje.   

Otro… y la misma sombra maternal arroja pinceles y pinturas por los aires señalando en medio de gritos  a una cabizbaja señorita, para luego tomarse sorpresivamente el pecho y desplomarse en el suelo.
Otro más…y la figura de un hombre que besaba a una mujer se aparta de sus brazos suplicantes,  se apunta con un arma en la cabeza y dispara.

Me froto los ojos y sacudo mi cabeza tratando de despejarme. No puedo arriesgarme a caer inconsciente, es indispensable que termine mi tarea. Tanteo mi bolsillo hasta sentir el roce del mango de madreperla en la yema de mis dedos. Abro la navaja y observo mis pupilas dilatadas en la refulgente hoja por un momento. No esperaba que el veneno me matara. Solo lo tomé para asegurarme de que su efecto anticoagulante me permitiera desangrarme a placer. Miro el mapa de antiguos intentos fallidos que surca mi muñeca izquierda y hago un corte vertical y profundo. Mi brazo se descuelga inerte  por un costado de la cama suspendido a escasos centímetros del piso. Solo después de un rato noto el flujo poli cromático que se derrama a borbotones de mi herida abierta.
Como agua flotando sin rumbo ante la ausencia de gravedad, veo como el colorido líquido se retuerce lentamente en una danza hipnótica. Creo adivinar figuras.

Creo ver a una chica abrazada a su padre quién contempla orgulloso su primera exposición.

Me parece distinguir dos muchachas que se embriagan y ríen a carcajadas con el brillo de una amistad eterna e imperecedera en los ojos.   

Creo descifrar un tipo tímido y corriente que camina de la mano de una sonriente mujer salida de un catalogo de rarezas.

El destello del farol quemándose me saca de mis ensueños. Ya no puedo levantarme para apagarlo y evitar que el fuego se extienda. Tengo frio y me siento cada vez mas adormecida. Buen intento de una muerta tranquila chiquilla estúpida. Aprieto débilmente el frasco de veneno entre mis manos solo para aferrarme a algo. Con creciente desespero me digo que al final no fue tan fácil y mientras respiro irregularmente pienso en lo bien que me vendría algo de compañía, cualquier compañía. No puedo hacer esto sola.  Y es entonces cuando lo veo aparecer de la nada. Esbozo una leve sonrisa ante la ironía de la situación.

– Gracias Diego, gracias por venir – me oigo decir.

Trato de completar la frase con “hijo de perra”, pero las últimas fuerzas me abandonan y mis ojos se cierran.

    ***
Esto es nuevo. Una chica que no conozco logra verme cuando se supone que no debería, me llama por mi nombre agradeciendo mi presencia y luego se muere. En definitiva, no es algo que me pase todos los días.
Los otros apenas se reponen del viaje y comienzan a incorporarse entre quejas y maldiciones.

Escucharon lo que dijo?

– Si gran cosa, encontraste una vieja amiguita suicida. Definitivamente tienes que depurar tus compañías. Podemos agarrar la fulana y largarnos de una vez? –  estalla Carlos malhumorado.

No la conozco. Nunca la había visto.

–Ha de ser una de tus lectoras Dieguito. Si así de deprimentes eran tus libros hiciste bien en tomar tu “receso indefinido” – dice Carla con una sonrisa socarrona en el rostro.

Refunfuño por toda respuesta. El único libro que logré publicar fue un fracaso crítico y comercial. Se vendieron poquísimos ejemplares y aún sospecho que la mayoría de ellos fueron adquiridos por amigos y familiares. De cualquier manera, me empeñé en no incluir ninguna de mis fotografías para evitarme futuras vergüenzas. Es improbable que pueda haberme conocido por ese medio. Por otro lado, su habitación me sugiere que la lectura no es precisamente su fuerte.

Me encuentro en medio del más característico desorden bohemio de un pintor. Recipientes de pinturas y acuarelas se confunden con los de alcohol y comidas rápidas arrumadas por doquier. Libretas con bosquejos y apuntes garrapateados con prisa reposan en múltiples escritorios y mesas de dibujo. Los lomos de los únicos libros que encuentro versan sobre arte, anatomía e ilustración. Observo las pinturas tratando de reconocer algún detalle. Magnífico trabajo sin duda. Todas ellas se encuentran firmadas con una estilizada “K” mayúscula y la fecha de terminación. Confieso que pese a disfrutar la estética del arte, mi conocimiento respecto a la pintura siempre fue limitado, más aún tratándose de un pincel joven y contemporáneo como parece ser el caso de mi misteriosa amiga. No obstante algo en esa persistente “K” me resulta vagamente familiar.

Me acerco a la obra más reciente. La fecha en la firma y los oleos aún frescos ratifican que no puede tener más de un par de horas. Un majestuoso leopardo de las nieves me observa fijamente desde la pintura con sus brillantes ojos azules mezcla ambigua de curiosidad, tristeza y determinación. Manchas negras tocadas aquí y allá con rastros de escarcha que se confunden en su inmaculado pelaje blanco activan el infructuoso reflejo de recorrerlo con mi mano para sentir su aterciopelado tacto. Es curioso como algo inerte puede lucir más lleno de vida que yo mismo. En ese momento veo como un farol de papel arde colgado del techo dejando caer trozos encendidos al suelo tapizado con restos de basura inflamable. Las primeras llamas, incipientes pero seguras no se hacen esperar. 

Max llama mi atención halándome del brazo y señalando el cuerpo inerte de la chica. Está comenzando. Motas de luz blanca se desprenden de su piel y flotan lánguidamente como semillas de diente de león arrastradas por el viento. En un parpadeo se transforman en diminutos pájaros iridiscentes que tras revolotear unos segundos en el mismo punto, chocan como kamikazes contra una pared invisible, estallando en miles de pequeños charcos de mercurio multicolor. El lento goteo de la curiosa sustancia va dando forma a una silueta femenina. 
  
Nunca dejo de sorprenderme por la forma en que la esencia de un suicida abandona su cuerpo tras la muerte y  me pregunto si el espectáculo reservado a los que sucumben de manera menos pecaminosa será aún más fastuoso. Cada experiencia que he observado ha sido única y hermosa…excepto tal vez la del asilo de ancianos. Aparto el atroz recuerdo de mi memoria y  observo a mis compañeros. Ninguno presta demasiada atención al proceso de transición de K  y por hábito o desinterés cada uno se encuentra embebido en sus acostumbradas rutinas. Doña Adela ora postrada de rodillas con una velocidad de murmuración que cualquier monja de claustro envidiaría, mientras monseñor realiza comentarios ácidos y desalentadores ante su piadoso comportamiento. Carla vagabundea revisando las pertenencias de la difunta y Carlos finge esperar con impaciencia sentado en un sillón mientras tamborilea los dedos sin producir sonido alguno, naturalmente. Max balbucea y dirige mi mirada hacía el piso.

El fuego ha alcanzado una botella de removedor de pintura volcada y ahora todo arde con celeridad implacable. De repente una certeza inexplicable me invade. Por alguna razón que no alcanzo a comprender del todo, necesito desesperadamente salvar la última pintura. Desconozco si es afinidad creativa, simpatía por la recién llegada o simple lástima.  Miro el creciente infierno que me rodea y decido que la mejor opción es la ventana.

–Monseñor, necesito que cubra ese cuadro con una manta y lo arroje fuera.

– ¿Qué? ¿Se te zafó un tornillo chico? ¿Ahora además de mesías eres mecenas?

–Por favor…es importante.

–  ¿Pero te crees que es tan fácil? Una cosa es pasar las páginas de tu bendito diario o abrir un cajón. Llevar algo tan pesado a esa distancia  me costaría trabajo aún estando vivo!

– ¿Puede hacerlo?

– ¿Y se supone que vas a salvar esta baratija tirándola al agua y el lodo de la calle?

Tiene razón. La caída, la humedad y la indigencia podrían dar buena cuenta de ella en minutos. No obstante, cualquier enemigo es más noble que el fuego. Lo miro  suplicante.

– ¿Podría intentarlo por favor?

El cura resopla y medita indeciso por unos momentos. –Esta te va a salir cara muchacho– concluye. Es claro que negociar con los representantes de Dios en la tierra nunca ha sido barato, respondo mentalmente.

Con visible esfuerzo y exasperante lentitud el antiguo sacerdote envuelve precariamente el cuadro en una sábana que cubría otra obra y tras un eterno trayecto hacia la ventana lo deja caer torpemente al vacío. Su figura traslúcida y desdibujada se desploma de rodillas agotada.

– ¿Nos podemos largar ya que se cumplió tu caprichito? – insiste Carlos, mientras hace ademanes a los otros para empezar a cerrar el círculo.

Como liberándose de un extraño capullo de placenta colorida, K emerge confundida. Blanca como la nieve en su cegadora desnudez surcada de pequeñas cicatrices, se aproxima tambaleante hacia nosotros  y toma nuestras manos extendidas más por reflejo que por convicción.

Tras otro martirizante viaje estamos de regreso en “la antorcha”. Agotados, todos se retiran sin mayor protocolo hasta que solo K y yo quedamos en el cuarto maletero. Aparentemente mis compañeros decidieron que el rol de “niñera” esta vez me correspondería a mí. Me aproximo hasta la chica que se balancea  mientras abraza sus rodillas con mirada ausente y le extiendo una mano.

–Hola, ¿estás bien? – digo con mi mejor cara de cordialidad

Tras mirarme larga y visiblemente confundida solo atina a preguntar –  ¿Quién es usted? …¿Quién soy yo?

***

Por fortuna la gran mayoría de fantasmas recién nacidos vienen equipados con un sistema de aceptación psicológica que muchos vivos envidiarían, por lo que las cavilaciones metafísicas y la negación de su condición espectral duran a lo sumo un par de horas. Bastaron solo algunos días para que K aprendiera lo básico y se fuera adaptando poco a poco al entorno y la situación. Cuando menos ya no andaba por ahí desnuda y había aprendido a manifestarse usando la vestimenta que más le agradara. No me sorprendió corroborar que  no recordaba nada de su propio pasado y mucho menos de su aparente relación con el mío. Opté por olvidar el asunto al menos de momento.

Caminaba junto a ella contándole un poco sobre la historia del dispar grupo del que ahora era el más reciente miembro cuando vi a Valeria. Sin dejar de hablarle la dirigí subrepticiamente hacía donde estaba. Una vez junto a ella corte de tajo la conversación y la señalé.

–Esta es Valeria, mi ex novia–

–Bueno, no es muy bonita eh? –

–Y este es el imbécil, su nuevo novio–

–wow...Pues que puedo decir. Ya veo por qué te dejó–

Evidentemente la sutileza no era una de sus cualidades. Comencé a relatarle parte de mi triste y trillada historia pero tras pocos segundos me interrumpió.

Shhh , déjame oír –

– ¿Que sucede? –

–Este tipo está mintiendo–

– ¿perdón? –

–Sí, le dijo a tu ex que iba al baño. No es cierto–

– ¿Como lo sabes? –

–No se…solo…hmm…lo sé–

El imbécil se levantó y empezó a perderse entre la multitud. Dudoso me volví hacía K.

–Échale un ojo por mí. No me tardo–

Empecé a seguirlo de cerca. Evidentemente no se dirigía al servicio. Tomó las escaleras hacía el segundo piso, se dirigió al cuarto maletero y reclamó un paquete cuidadosamente envuelto en papel. Con patente secretismo, emprendió la marcha hacía  al cuarto del administrador que se hallaba al costado opuesto, al fondo de ese mismo pasillo. La puerta estaba entreabierta.

–Don Orlando… ¿se puede pasar? – preguntó en su odioso español afrancesado luego de tocar cortésmente.

–Siga por favor, ¿lo trae con usted?– respondió una ansiosa voz desde dentro.

Ingresé siguiendo sus pasos y entonces mi propia estupidez me golpeó en la cara. Solo había entrado en esta habitación una vez antes hacía mucho tiempo y al no encontrarla demasiado atractiva jamás había regresado. No obstante debía haberlo recordado. Las paredes de la oficina se encontraban prácticamente cubiertas de pinturas enmarcadas, todas ellas firmadas con la característica K de nuestra nueva compañera.  

Rompiendo delicadamente el papel y sacando con lentitud el relleno muy probablemente utilizado para evitar golpes y abolladuras, el imbécil fue desvelando el contenido del misterioso fardo.
                                   
–Por supuesto que lo traje don Orlando, creo que le va a encantar– Respondió sonriente.

 Un leopardo de las nieves nos observaba desafiante, henchido con el orgullo de la supervivencia en su mirada.

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