miércoles, 27 de junio de 2012

SUICIDIO S.A. , CAPITULO 3: CUERPOS ROBADOS

CAPITULO 3
CUERPOS ROBADOS

En el fondo todos los escritores somos mentirosos. Mentirosos cuyo éxito depende de lo elaboradas y convincentes que sean nuestras mentiras y lo dispuestos que estén otros a creerlas para pasar un buen rato. En su momento mentí y engañé tan frecuentemente  en mis historias como fuera de ellas y debo reconocer que en más de una ocasión mi inventiva fue puesta al servicio de obras de dudosa moralidad. Difícil explicarme entonces el regocijo mezquino que sentí tras descubrir el trivial engaño del imbécil.

Cierto, una parte de mí rebosaba ira y preocupación al contemplar la idea de que Valeria pudiera resultar lastimada por un rufián embustero. No obstante el gozo superaba por mucho la inquietud. Justamente así debía sentirse el tribunal de inquisición cuando por fin encontraba una mínima falta que imputar a un acusado de otra forma inocente. Traficante de arte, ladrón, extorsionista…las posibilidades eran deliciosamente infinitas.

– ¿Y bien? ¿Qué le parece Don Orlando? Asumo que apreciará usted la calidad de este trabajo–  dijo el imbécil esbozando una engreída sonrisa y agitando sus manos como animador de feria. Esa cara podría haber vendido tiquetes de primera clase a un gorrión.

–Sin duda, sin duda. Magnifico. A pesar de lo malogrado de algunas zonas veo que se trata de una verdadera joya – replicó Don Orlando con el tono de quien disimula su emoción sin mucho éxito.

La pintura no había escapado indemne a la caída. Aquí y allá los oleos se habían corrido y algunas manchas del animal eran ahora borrones de color incierto. La esquina inferior izquierda estaba completamente abollada y un par de huellas digitales que alguien había tratado de remover torpemente se apreciaban persistentes en el lomo. Como heridas de batalla, todo esto le confería una apariencia aún más gloriosa y solemne al felino.

– ¿Imagino que el precio será el usual verdad?–  inquirió Don Orlando levantando una ceja

– Pues verá usted Don Orlando – comenzó el imbécil con tono conciliador,– Esta pintura es muy especial. Por favor, fíjese en  la fecha. Haga sus cálculos. –

Con creciente interés, el hombre sacó unos lentes del bolsillo de su camisa y se acercó al lienzo entrecerrando sus ojos en una mueca de concentración. Tras pocos segundos su expresión se transfiguró por completo. 

–No me dirá usted que…– balbuceó Don Orlando

–Así es sí señor, esta bien podría  ser la última pintura que la artista realizó antes de morir– Confirmó el imbécil.

– Bueno como usted seguramente sabrá eso es algo incierto. Tengo entendido que no se encontró ninguna señal  más allá de unos rastros de sangre difícilmente identificables. El cuerpo sigue desaparecido…si es que hay un cuerpo, claro. No sería la primera vez que un artista finge su propia muerte para que el valor de sus obras y su renombre se disparen.
Estando usted en el negocio lo sabrá mejor que nadie. –Exclamó Don Orlando tratando de restarle importancia al asunto.

– Estoy al tanto de eso  pese a que los periódicos no han hecho demasiado escándalo por una artista tan poco conocida. Todo lo que se sabe son especulaciones y medias verdades a lo sumo. Pero no podrá negarme que las fechas y las condiciones de la pintura tienen mucha relación con las circunstancias en que se cree que todo sucedió. Pensé inmediatamente en usted porque me consta que es un asiduo coleccionista y sería una pena que se quedara sin una pieza de tan particulares características…pero si no le interesa en el momento creo que podré encontrar quien me la compre– Concluyó el imbécil haciendo ademán de re-empacar su valiosa carga entre  jirones de papel rasgado.
Chantajista hijo de perra. Que ejemplar con el que te has metido Valeria.

Don Orlando le dirigió una mirada mortalmente seria. Luego de contemplarlo durante lo que parecieron eternos segundos de tensión, reparó dentro del cajón de su escritorio de roble y extrayendo su chequera garabateó con paciencia un cheque que extendió inmediatamente al imbécil. Una carcajada complaciente relajó los ánimos de repente.

–Definitivamente usted si sabe cómo negociar, ¿no joven?  ¡Y dicen que los franceses siempre se han rendido fácilmente! – Bromeó Don Orlando

–Con esto será suficiente Don Orlando, un placer hacer negocios con usted como siempre– respondió el imbécil mientras oteaba el cheque, devolviendo una sonrisa sin mucha convicción tras el ultraje a su herencia gala.

Depositando  la pintura sobre el escritorio, asintió casi imperceptiblemente con su cabeza a manera de despedida y abandonó el cuarto dejando al nuevo propietario sumido en embelesada contemplación de su más reciente adquisición.  Me precipité tras él no sin antes escuchar un sollozo ahogado a mis espaldas que mí afán de persecución me obligó a ignorar.

Con el glamour de una bailarina el imbécil se deslizó graciosamente entre guiños,y apretones de mano hasta regresar al punto en que había dejado a Valeria. Sus odiosos dedos de señorita acariciaron su rostro,  levantándolo suavemente por la barbilla.

–Discúlpame la tardanza. Me encontré un viejo amigo y me puse a conversar– Se excusó.

– ¿Y de que hablaron? – preguntó Valeria genuinamente interesada.

– De arte mi amor. De arte. – Sonrió el Imbécil, condescendiente
                        
  ***
–Parece que la gente viene por estos lados solo a mentir– Soltó divertida K

– ¿Disculpa?– Pregunté distraído mientras observaba como la feliz pareja  se alejaba en dirección a la salida del bar. Luego de unos juguetones besos que en esta ocasión me sentí demasiado aturdido para sabotear, el imbécil había sugerido que fueran a otro lugar, muy seguramente para gastar parte de los frutos de su última y jugosa venta. Valeria como es natural, había aceptado gustosa.

–Pues sí. Tu ex, su nuevo novio, los amigos que vinieron a saludarla mientras estabas lejos y todos las personas que escuché alrededor. Mentirosos. Todos se la pasaron diciendo embustes grandes y pequeños. Acerca de su dinero, de sus relaciones, de sus casas y sus trabajos. Hasta de sus preferencias sexuales y el tamaño de sus pitos. Esta gente me divierte– Sonrió K

–Momento, ¿así que me dices que puedes saber cuándo otras personas están mintiendo?–

–Hmm, eso parece–

–Me llamo Neil Armstrong y soy presidente– intenté incrédulo

– ¿Que no eras Diego, escritor fracasado y por demás muerto? –

– ¿Pudiste saber si mentía?– Fruncí el ceño.

– Solo porque habías mencionado algo diferente antes. No sentí nada que me indicara que lo hacías– Aceptó K confundida.

–Ya veo. Así que tu talento no funciona con los muertos– Concluí

–¿Talento?–

– Bienvenida a tu pubertad chiquilla– Sentencié.

CON EL TRANSCURRIR DE LOS DÍAS LOGRAMOS DESCUBIR GRAN PARTE DEL funcionamiento de la habilidad de K. En resumen, era capaz de notar cuando cualquier vivo decía mentiras siempre y cuando lo escuchara con claridad. Sin embargo su talento se limitaba a percibir la mentira, era incapaz por lo menos de momento, de discernir sobrenaturalmente la verdad tras un embuste.  Pese a esto, con mucha perspicacia y algo de suerte K se convirtió en breve en una implacable extractora de verdades. Entre el solícito público de “La Antorcha” logró detectar en menos de  una a semana a 53 infieles, 12 homosexuales de closet, 6 estafadores, 20 prostitutas de lujo y un policía encubierto, entre otros embusteros menores.  

Nuestra nueva compañera se divertía como niña desvelando los mundanos misterios de desconocidos. Pese a esto y para mi desconsuelo, descubrir su historia personal parecía no despertarle  el mismo interés. Había comentado con ella cuanto escuché  y deduje de la conversación entre el imbécil y Don Orlando, de la pintura  y la supuesta desaparición de su cuerpo. Contrario a lo que anticipé, su reacción fue de total despreocupación, al punto que tuve casi que implorarle que visitara el cuarto de la administración junto conmigo. Ninguna de las obras disparó el más mínimo asomo de reminiscencia o  reconocimiento.

 –No entiendo cuál es tu obsesión con escarbar el pasado. Te recuerdo que nos suicidamos. Teníamos una vida tan desgraciada o problemática que decidimos tirar la toalla. ¿En serio crees que elegiría recordar una existencia miserable si tuviera opción? Afortunada. Así es como me siento. No me interesa cargar con un montón de desdichas por el resto de la eternidad…o cuanto sea que vayamos a durar en este estado – Increpó K mientras deambulaba por el bar escuchando casualmente a los clientes.

Max caminaba agarrado de mi mano, esta vez manifestado como un niño de cabello negro y ojos grises en un traje de marinerito y zapatos de charol. Carla flotaba casualmente a nuestro lado, sus exuberantes formas  apenas cubiertas por un revelador vestido con estampado de cebra,  guantes  de seda hasta el codo y una boa emplumada enredada en el cuello. Siempre me pregunté por qué siendo una mujer tan hermosa y pudiendo usar lo que quisiera elegía precisamente el atuendo más estrafalario y falto de gusto. 

–Comprende K, nadie se roba un cuerpo de un departamento en llamas en un octavo piso sin un muy buen motivo y tal vez premeditación. Además, cualquiera que tenga tu cuerpo puede causarte daño aún en tu estado actual –  Señalé mientras apuraba a Max para poder mantener el paso de la chica.

– Cleptómano…está con él por su dinero…drogadicta… ¿Y quién dice? ¿Cómo lo sabes? ¿Ha pasado antes? – Inquirió distraídamente K sin demasiada preocupación, mientras continuaba arrojando sus ya acostumbrados diagnósticos.

– Hmm, bueno lo dice Doña Adela, según ella toda clase de cosas desagradables pueden pasarte si alguien malintencionado tiene acceso a tu cadáver. Honestamente no he sabido que haya sucedido antes pero…–  titubeé buscando algún argumento convincente.

– Jajaja, el chico es un terrible mentiroso cariño. Ojalá ese truquito tuyo sirviera con nosotros. Lo que en realidad quiere es averiguar los chismes de tu pasado para calmar su propia curiosidad.  Hay alguien por aquí que no ha logrado superar a su ex novia-  Interrumpió Carla con aire de complicidad.

 K se detuvo de improviso. Volviéndose hacia mí me analizó en busca de invenciones como ya tantas veces la había visto hacerlo con los vivos. Emitiendo el equivalente fantasmal de un suspiro, detuvo su vana empresa y me miró visiblemente disgustada.

– ¿Lo que dice Carla es cierto? –

– Bueno pues…exactamente... –

– ¿ES CIERTO O NO? – Puntualizó con tono enérgico

Me encogí de hombros con expresión conciliadora

–No niego que espero descubrir algo de nuestra aparente conexión mientras nos aseguramos de que sigas viv…activa. Por supuesto me gustaría que eso me ayude a responder parte de mis propias preguntas. Por lo demás, puedes creer lo que desees, no me interesa convencerte de lo contrario –  concluí.

El silencio, es decir, el rumor propio del bar y su  mar de gente se tendió entre los dos por unos momentos. Sus ojos severos y obstinados parecieron analizarme infructuosamente una vez más. Una sonrisa irónica y resignada cruzó su rostro.

– Al menos pudiste haber dicho “por favor”, ¿verdad? – Reclamó irónica.

– Ah, Dieguito aún está aprendiendo a tratar a las mujeres mi niña.  Ya te acostumbrarás. Ahora si me disculpan, tengo un trabajito que hacer…– Anotó Carla palmeando condescendiente la espalda de K para luego dirigirse  al baño.

–Carla… ¿por qué sigues haciéndolo? Es la tercera vez en menos de un mes.  Nada bueno va a salir de esto, te lo aseguro– Exclamé preocupado.

–No le hago daño a nadie…no mucho. Piensa en ello como una obra de moralidad de una ex-prostituta que quiere enderezar su camino. Además, ¿qué van a hacer? ¿Matarme?   Jaja. Lo único que sé es que no puede ir peor que en asilo de ancianos ¿o sí? – Contestó desafiante y sin más discusión se adentró en el servicio.

Un argumento irrebatible. Imposible detenerla.

– ¿De qué trabajo habla? ¿Y por qué todo el mundo sigue murmurando cosas acerca de  un asilo de ancianos como viejas supersticiosas? – inquirió K.

Puse el índice sobre mis labios para indicar silencio e hice ademanes de que me siguiera. Atravesamos la pared experimentando esa sensación gelatinosa y fría que siempre tenemos al penetrar objetos sólidos. Adentro, Carla estaba apostada junto a dos hombres que dialogaban frente al espejo, escuchando atenta.
Un hombre de mediana edad, impecablemente trajeado  lavaba sus manos ausente mientras conversaba  con un chico de unos veinte años mirándolo en el reflejo del espejo. Su tono seguro y ligeramente engreído contrastaba con el nerviosismo y tartamudeo del muchacho.

–Vamos Miguel, no eres el primero que hace esto. Te aseguro que la vas a pasar de lujo. Además es parte de la fiesta. ¿Quieres ser parte de la fiesta no? , no dejes que tu edad los engañe. Muéstrales que eres un hombre. ¿Y las chicas? Wow, a las chicas les encanta. Pronto tendrás tu harem personal– comentó pretensiosamente  el hombre.

–Ya para, no me vengas con cuentos para niños. Se como es. Está bien. Lo haré. ¿Cuánto cuesta? – Preguntó visiblemente asustado el chico.
Con una sonrisa satisfecha, el hombre extrajo de su bolsillo un pequeño paquete transparente. Lo abrió cuidadosamente y sacando un poco del fino polvo blanco con una especie de palillo aparentemente diseñado exclusivamente para ese propósito, lo puso a la altura de la cara del muchacho.

–No te preocupes Miguel. El primero es gratis– Remató el hombre con un guiño.
En ese preciso instante, Carla, que había estado a espaldas de los dos, emitió un chillido agudo que obligó a los hombres a cubrir sus oídos con desespero en un rapidísimo acto espontáneo.  De repente,  el espejo reflejó un ser repulsivo. Una mujer imposiblemente  vieja, encorvada, con la piel ajada y mechones de pelo gris  desgreñado que colgaban precariamente de una cabeza casi completamente calva y ulcerada,  abría su boca desdentada y putrefacta en un ángulo que solo una mandíbula dislocada hubiese permitido.  Sus ojos incandescentes despedían una luz blanca que hacía aún más visible  su cuerpo contrahecho, vestido de harapos y cubierto de llagas purulentas,  mientras sus manos artríticas alargaban unos dedos torcidos a escasos centímetros de los hombros de la pareja, una promesa de podredumbre  y peste por venir.

El horror evidenciado en los ojos del par de hombres escapaba a toda proporción. Temblorosas lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas, incapaces de apartar la mirada del adefesio chillón a sus espaldas. Un mapa de humedad comenzó a formarse en la entrepierna del inmóvil hombre mientras que el instinto de conservación del muchacho lo obligó a huir despavorido, abriendo la puerta con desespero y trastabillando afuera con meseros y clientes, todo esto resultando en una lluvia de cristales y hielo desparramados por el piso, personas asustadas, ofendidas y heridas y un convulsionante Miguel que gritaba incoherencias y suplicaba perdón.

Antes que cualquiera hubiese podido entrar al baño la horrenda imagen del espejo había desaparecido y los primeros curiosos solo encontraron a un hombre catatónico, cubierto de una mezcla de cocaína, lágrimas y su  propia orina. 

– Que no se diga que su tía Carla no le presta servicios a la humanidad– Se pavoneó la mujer victoriosa mutando de vuelta a su apariencia original en cuestión de instantes para luego emprender la retirada.

–Bueno…eso fue genial. Genial y espeluznante– dijo K apenas reponiéndose de la imagen, perturbadora incluso para un muerto.

– Trata de vendernos la idea de que esta en algún tipo de cruzada benéfica. Un par de novios abusivos han salido huyendo y dos o tres violadores potenciales han tenido pre infartos o esfínteres relajados. Si me preguntas creo que lo hace solo por divertirse. Lo disfruta demasiado para su propio bien…o el de los demás– compartí pensativo.
Observamos silenciosos durante un rato la turba de fisgones que agitando al aire sus teléfonos celulares se arremolinaba en la puerta del baño mientras los miembros del equipo de seguridad se abrían paso a empellones con el propósito de retirar el embarazoso individuo y rescatar algo de la mancillada imagen del establecimiento.

–Bueno, accedí a ayudarte… ¿Y ahora qué hacemos? – preguntó K. 

–Ahora…ahora robamos un cuerpo para encontrar otro– sonreí.

  ***
Doña Adela había trabajado como mucama en “La Antorcha” cuando todavía era una casa de familia. Miembro de una larga tradición de empleadas domésticas, se preciaba de haber servido a la crema y nata de la ciudad. Una férrea vocación de servicio acompañada de dedicación y fidelidad incuestionables le habían granjeado la total confianza de sus patrones. Muy probablemente por esto, su caída había sido particularmente estrepitosa.

Doña Adela era una mujer de aspiraciones sencillas. Le bastaba con tener la aprobación de sus jefes, una modesta mesada mensual y un domingo libre a la semana para poder salir a  pasear con su hijita que como también era tradición en su familia, jamás conoció a su padre. Solo esperaba educarla lo suficiente para poder encaminarla en la senda del servicio a la usanza de su familia.

Doña Adela no contaba con que su hija no deseaba ser sirvienta de nadie. Nunca previó que su hija crecería e iniciaría un romance furtivo con el señorito de la casa. No  imaginó que su hija pudiese quedar embarazada y que en medio de su pánico y frustración adolescente robaría las joyas de la señora y saquearía el cajón del escritorio del señor, para luego huir y nunca más volver. Por lo menos si había acertado en su predicción de que su hija sería madre soltera.  

Doña Adela fue tildada de ladrona, traicionera y trepadora. Se le acusó de haber fraguado la treta junto con su  hija para asegurarse un bastardo de noble cuna. Los patrones no iban a permitir eso. Los patrones iban a denunciarla y moverían hasta la última de sus notables influencias para hacer de la vida de ella, su hija y su futuro nieto, un infierno.

Doña Adela se mantuvo fiel a su vocación, aceptó sin chistar cada acusación e hizo lo que encontró más lógico para compensar al menos en parte a sus otrora benefactores. Empacó meticulosamente sus escasas pertenencias en una maleta, limpió hasta la última mota de polvo de su minúsculo cuarto de servicio y luego se ahorcó colgándose del marco de la puerta.

De acuerdo a lo que pude descifrar de sus ocasionales historias, la vieja mucama era la más antigua de nosotros. Calculo que había estado rondando la casa por cerca de 50 años, aunque según nos había contado, unos pocos años después de su muerte  entró en una especie de letargo inconsciente del cual solamente “despertó” tras la llegada de monseñor, hacía relativamente poco. Para una persona tan religiosa y atormentada por su condenable y pecaminosa acción suicida, toparse con un prelado en la otra vida supuso sentimientos encontrados.

Donde la mujer esperaba encontrar apoyo espiritual y esperanza de redención solo se topó con un muro de cinismo y amargura. No obstante, la reacción de desconsuelo inicial dio paso a una profunda compasión y el propósito de renovar la fe del malogrado sacerdote, tediosa misión a la que dedicaba paciente y resuelta  atención a diario.  Era claro que aun sabiéndose pecadora e impura ante los ojos de Dios, no se apartaba de sus preceptos piadosos por abyectos que pudieran resultar dada su actual condición. La simple idea de hacer daño a alguien más la repugnaba y esta era la razón principal por la que se negaba a usar su don. 

Doña Adela tenía el cinematográfico  talento espectral de apropiarse del cuerpo de los vivos y actuar a través de ellos. Una vez poseído, un cuerpo estaba a merced de sus deseos y tras ser abandonado, el sujeto experimentaba una sensación similar a la embriaguez leve, acompañada de una conveniente pérdida de memoria y desconocimiento total de las acciones llevadas a cabo durante la posesión. No obstante su habilidad se encontraba completamente desaprovechada.

Durante toda su existencia fantasmal no la había usado en más de cinco ocasiones, la primera de ellas de manera involuntaria, hecho accidental que había terminado en lesiones graves para el poseído. Al miedo de lastimar a alguien se sumaba el hecho de que percibía la posesión como algo tradicionalmente demoniaco y nocivo, reservado para los espíritus malignos del averno, si tal lugar existiese. Ocasionalmente llegaba incluso a cuestionar si acaso el castigo que pesaba sobre sus hombros la condenaba ya a ser un espíritu impuro sin tener siquiera certeza de ello.

–Joven Carrillo usted ya sabe yo que opino de esas cosas. No me ponga en esas que mire lo que pasó la vez pasada con esos viejitos. Eso es señal que mi Dios no quiere que metamos mano en sus cosas. Dejemos eso quietico– Me respondió doña Adela mientras trataba de convencerla por enésima vez en la semana.

–Doña Adela usted sabe que la necesitamos, sin usted el plan no va a funcionar– insistí

– ¡Ay Joven! yo de mil amores ayudo con todo lo que pueda pero no me pida eso, mire que para mí es muy duro. Eso hasta cosas del diablo serán– contestó casi suplicante.

–Yo le comprendo Doña Adela, no digo que sea fácil. Pero piense que cada minuto que duremos discutiendo esto es otro minuto en que alguien potencialmente malo tiene en su poder el cadáver de K. Es otro minuto en el que la pueden dañar o, Dios no lo permita, hasta eliminar– rogué con mi mejor cara de tragedia.
K, que caminaba a mi lado, me lanzó una mirada burlona que gritaba con toda claridad “bastardo manipulador”.

–Usted sabe que yo aprecio mucho a la niña Kata pero…– vaciló Doña Adela, para quien esas sofisticaciones de nombres de una sola letra eran invenciones absurdas y se había decidido por este familiar apelativo. Nos miró a ambos con cordial resignación.

– ¿Qué hay que hacer pues joven? – concluyó.

El plan era absurdamente infantil. La idea era tomar “prestado” por un rato el cuerpo del imbécil, hacerle ciertas preguntas a Don Orlando a través de él y con el talento detector de K lograr obtener alguna información relevante. Había un montón de cosas que podían salir mal. Incluso si averiguásemos algún indicio resultaba improbable que pudiésemos hacer mucho al respecto. No obstante era el mejor plan que había podido idear dados los limitados recursos con que contábamos. Lo único que restaba era cruzar los dedos y esperar lo mejor.

***
Nos tomó casi dos semanas el hallar la ocasión propicia.  Durante los primeros días El imbécil había estado extrañamente ausente y las pocas veces que se presentó, coincidieron con la inasistencia de Don Orlando. Al parecer, el último alboroto causado por Carla había acarreado problemas con la ley, haciendo del administrador un  hombre más ocupado de lo usual. La aparición, esta vez mucho más directa y dramática, había ocasionado rumores de la existencia de un fantasma en el bar. Muy seguramente el hombre debía estar agradecido pues el público de por sí abundante se había duplicado desde el suceso.

El universo conspiró para que esa noche Valeria y El Imbécil estuvieran bebiendo un poco más de lo usual; cualquier comportamiento extraño podría ser más fácilmente atribuido al alcohol. Esperamos pacientemente hasta que El Imbécil se levantó de la mesa con destino al sanitario. 

–Bueno Doña Adela, de aquí en adelante estamos en sus manos. De todas formas recuerde que vamos a estar acompañándola todo el tiempo, escuche nuestras sugerencias cuando esté hablando con el patrón, no se ponga nerviosa que todo va a salir bien – dije palmeando el hombro de la mujer tranquilizadoramente. 

– Dios lo oiga joven Carrillo. A mí me sigue pareciendo una mala cosa pero bueno…y…¿a dónde dejo al muchacho cuando acabemos? – Preguntó Doña Adela visiblemente preocupada

–  Delante de un camión en movimiento si se puede…– Exclamé con tono burlón

–  ¡Joven Carrillo no diga esas cosas! – Reclamó airada la mujer 

– Es broma– Dije sin mucho convencimiento – proceda por favor porque no sabemos cuánto tiempo estarán disponibles el par de sujetos–

La vieja mucama se puso directamente en el camino del Imbécil, que se acercaba desprevenidamente hacia su invisible obstáculo. En el preciso instante en que la piel del sujeto hizo contacto con la esencia etérea de la mujer, su cabeza se echó hacia atrás y su humanidad se puso rígida, como presa de un espasmo corporal completo. Sus pupilas se dilataron y su boca se entreabrió emitiendo quejidos mudos. En cuestión de segundos la mujer se deshizo en una especie de gas espectral  de color grisáceo   que fue entrando con rapidez por la nariz y boca del imbécil. El cuerpo vacilante pareció desplomarse por un momento hasta que por fortuna su nueva huésped pareció tomar control. K, Max y yo comenzamos a seguirla de cerca.

Muy seguramente cualquier espectador   habría tomado al sujeto que cruzaba a trompicones la pista por un borracho .Sus pasos tambaleantes daban cuenta de alguien que había olvidado como caminar y parecía esforzarse por recordarlo. Con la lengua adormecida, se excusaba con una humildad completamente ajena al bar cada vez que tropezaba o pisoteaba a alguien. Cuando por fin arribó al pie de la escalera que conducía al segundo piso, dejó tras de sí un hilillo de un sospechoso liquido que le corría por la bota del pantalón.

Esto es algo que no había anticipado. Si la mujer tenía problemas para controlar un cuerpo en condiciones normales con toda probabilidad uno en estado de embriaguez aún cuando fuese leve iba a suponer un reto mucho mayor. La comodidad de la condición fantasmal seguramente la habría hecho olvidar del control de los procesos corporales mas básicos. Cualquier falencia de percepción o equilibrio se iba a multiplicar con toda certeza. Un ebrio evidentemente descontrolado se dirigía a las oficinas de la administración. El equipo de seguridad, que debido al reciente incidente del baño había sido reemplazado casi en su totalidad, no estaba interesado en otro escándalo que hiciera peligrar sus empleos. Cuando "Doña Adela" salvó el último peldaño para ascender al segundo piso un par de gorilas con chamarra roja, radiotransmisores al cinto y mala actitud, le cerraron el paso.

– ¿El joven para donde se dirige?– Espetó el más grande en tono agresivo

– Voy… voy a hablar con Don Orlando– titubeó Doña Adela con la inequívoca voz de un beodo.
Ambos hombres se miraron entre si y luego de vuelta al despojo humano que tenían en frente. El sujeto en algún momento de su vida debió haber sido apuesto y respetable. En este momento no obstante observaban un hombre encorvado y tembloroso , con una mancha de humedad en la entrepierna y que babeaba ligeramente al hablar, como si no pudiese controlar su propia articulación. Un parpadeo incesante les hacía pensar que acaso estuviera bajo el efecto de alguna sustancia psicoactiva  adicional al alcohol. En definitiva, alguien que no querrían que el jefe recibiera. No si deseaban conservar sus empleos por lo menos.

– Me disculpa joven pero él no lo puede atender ahora. Y me da pena pero en ese estado no lo puedo dejar permanecer en el establecimiento. Le voy a rogar que se retire– Dijo el segundo mientras asía firmemente del hombro al muchacho.

– Pero es que yo necesito verlo urgente sumercé,  colabóreme hágame la caridad– rogó Doña Adela con voz de hombre en la más inverosímil combinación de palabras.

El guardia se quedó perplejo por un momento, como si la petición que acababa de escuchar le recordara más a su abuela que a un posible drogadicto busca pleitos. Por otro lado, el trato que en su trabajo solían recibir de parte de niñitos engreídos distaba bastante de la humilde cortesía que exhibía el muchacho.  Los hombres analizaron nuevamente con la mirada al curioso personaje.

– ¿Bueno cuénteme de parte de quien le digo a Don Orlando ?– preguntó el guardia pareciendo ceder un poco.

– ¿Perdón…? – musitó Doña Adela con un gesto de horror.

De haber tenido estomago, se hubiese retorcido y congelado en mis entrañas en ese momento. Excelente plan Diego. Con todas las preparaciones, preguntas y contingencias, había olvidado por completo decirle a la mujer el nombre del Imbécil. En un acto reflejo rompí mi silencio y empecé a gritar con desespero.

– ¡David! ¡David! ¡El imbécil se llama David Doña Adela! –

Los ojos parpadeantes del muchacho escaneaban el cuarto con inquietud y su cabeza se ladeaba en ángulos extraños, como tratando de escuchar a alguien que no estaba ahí.

– Su nombre joven, ¿cómo se llama usted? – Inqui rió el segundo guardia empezando a perder el leve asomo de paciencia que tenía.

“Doña Adela” empezó a escarbar con torpe afán en sus bolsillos. Una factura arrugada, un fajo de billetes, un llavero de lujo con apuntador laser y esfero integrados.

– Señor si nos va a hacer perder el tiempo mejor se va – Sentenció agresivamente el primer guardia.

Con una sonrisa de alivio el hombre alcanzó su billetera en el bolsillo trasero de su pantalón. Tras rebuscar un poco de forma incierta les extendió su cédula de extranjería al par de inquietos hombres.

– Don David… ¿Babineaux? – leyó de forma incierta y con natural mala pronunciación el guardia.

–  ¿ah ya es que el señor es extranjero? Uy hermano ahí si la cosa cambia– Exclamó el segundo guardia dirigiéndose a su compañero.  

– Yo creo que por eso es que este man habla tan raro, ese no debe manejar muy bien el español. Usted sabe que Don Orlando tiene muchos negocios con gringos y si nos le tiramos uno ahí si peor – concluyó preocupado. 

– Poquito español – confirmó sonriente Doña Adela, simulando la consabida pronunciación de un americano que trata de hablar español, ignorando contra toda lógica la ascendencia Francesa del imbécil.

– ¿Que hacemos ah? –

–  Pues yo creo que lo mejor es anunciárselo y ya el pluma blanca que decida–

Por toda respuesta el joven seguía extrayendo al azar fotos de su billetera y enseñándoselas con entusiasmo al guardia que se quedó acompañándolo. Un par de tradicionales capturas en la torre Eiffel, una frente a las pirámides de Giza , otras tantas en el Machu Pichu.                  

– Uy no. Definitivamente este man es gringo – sentenció este haciendo gala de un impecable conocimiento geográfico.

Por unos momentos la tensión pasó. Muy seguramente el alcohol había afectado a Doña Adela mucho más de lo que había estimado, alterando su capacidad para escuchar adecuadamente, pero todo parecía indicar que se estaba adaptando con rapidez y creatividad. Muy seguramente me reprendería duramente por haberla obligado a mentir más de la cuenta, pero ahora lo importante es que el primer obstáculo se estaba salvando.  

Tras casi dos minutos el otro guardia regresó.

– Que puede seguir si señor y que pena por el inconveniente, nos disculpa pero usted sabe que es nuestra función– declaró

El imbécil sacudió sus manos amablemente restándole importancia al asunto y se dirigió un poco menos tembloroso hacia la puerta de la oficina de administración. Por el trayecto y no sin visible dificultad, sacó nuevamente de su bolsillo el llavero  y la factura y empezó a garrapatear algo desenfrenadamente apoyado de forma precaria en la palma de su otra mano.   Luego aliso el papel lo mejor que pudo y lo dejó caer al piso antes de entrar.

Con curiosidad y creciente preocupación nos acurrucamos alrededor del mensaje de nuestra socia. Su contenido me dio el segundo golpe devastador de la noche. Había sido un imbécil. ¿Cómo esperaba que Doña Adela pudiera retener algo de sus facultades espectrales en su actual estado? En últimas, en este momento, la mujer no era más que un humano  ¿Cómo era que había fraguado un plan con tantos baches? ¿Cómo esperaba poder ayudar a K y a mí mismo con ideas tan infantiles?  Leía y releía la breve nota ignorando su horrorosa aunque esforzada ortografía solo por saber que las consecuencias de la misma seguramente serían mucho peores.

“ don diego no los beo ni los hoigo” Decía en trazo tembloroso.